Voces del Periodista Diario

Una lectura del fenómeno guadalupano

VOCES OPINIÓN Por: Mouris Salloum George

Todo se ha perdido, menos la fe. En un clima colectivo de postración moral derivado de la crisis económica y en un entorno internacional  en que la religión mal entendida fragmenta y masacra sociedades enteras, se han iniciado desde remotas comunidades las romerías con destino a la Villa de Guadalupe, en la Ciudad de México.

Los mexicanos tienen hambre y sed de milagros. Es esta búsqueda la que responde al llamado de unidad nacional, que en otras proclamas suena a vituperio.

El acontecimiento guadalupano que culmina el 12 de diciembre es, desde luego, signo de religiosidad popular que encuentra en el símbolo de la Morenita de Tepeyac alivio y esperanza.

Pero su significación sociológica ha venido adquiriendo una nueva dimensión en las últimas tres décadas en que los mexicanos no hallan en la obra de la autoridad civil respuesta a sus adversidades de orden material.

Que se espere en la Basílica de Guadalupe un aforo de siete millones de personas en los días de rogativas, no es un asunto de naturaleza turística -como lo ven ciertas autoridades metropolitanas-, ni mera expresión de folclor, como lo describen algunos cronistas.

El sentido de la movilización multitudinaria

Las peregrinaciones guadalupanas son desfogues anímicos de multitudes que han visto burladas su confianza depositada en los poderes temporales.

Por eso mismo, esas masas son un potencial de subversión social al retornar a sus comunidades donde resienten la frustración al no ver cumplidos los milagros solicitados a “la madre de todos los mexicanos”.

Desde esa perspectiva, resulta un tanto irritante el comercio mediático que se hace con esa movilización de fe, que debiera ser respetada en su justo origen y fin; acaso primitivo el primero; el más devocional, el segundo.

La autoridad civil misma debiera hacer la lectura correcta de ese fenómeno social cuyo uso político, si bien histórico, se ha exacerbado en los recientes meses. Las aguas mansas permanecen en este estado, mientras no aparezca el audaz que abra las compuertas. Es cosa de sentido común.

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