Voces del Periodista Diario

En materia de Justicia, nadie es inocente

EL LECHO DE PROCUSTO Por: Abraham García Ibarra

Después de que, en su obra de restauración de la República, en 1867 don Benito Juárez dio un nuevo diseño institucional a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, fue hasta que la Revolución acometió el proceso de reconstrucción, en que el alto tribunal se declaró apto para igualar y ejercer sus derechos políticos en el mismo rango y alcance que los otros dos poderes de la Unión.

Superioridad en el orden jurídico y político, fue el reclamo sostenido entonces por los ministros.

De Juárez, no se puede pasar por alto que, habiendo tenido en la Corte una de sus señoras oportunidades de servicio, se ciñó a un imperativo moral que incitó a compartir a los hombres de Estado: Vivir en la augusta medianía. Era esa su solemne advertencia contra la corrupción.

Fue hasta finales la década de los noventa del siglo XX, en que el ministro presidente de la Corte, Genaro David Góngora Pimentel reivindico nuevamente el carácter político de la institución, exigiendo su reconocimiento de par de los otros dos poderes de la República, el Ejecutivo y el Legislativo.

La sombra del golpe de Estado

Ese periodo amerita una puntual acotación: Al iniciar su mandato, el presidente Ernesto Zedillo promovió una reforma constitucional para restructurar la Corte, suspendiendo de manera fulminante a los ministros en funciones, para sustituirlo con sus propios candidatos.

Fue un evento que suscitó una intensa polémica pública, porque se puso a debate si aquella acción presidencial no configuró un Golpe de Estado, así fuera de factura parcial.

En la década de los ochenta, bajo la presidencia del abogado Miguel de la Madrid, también por la vía de la reforma de la Carta fundamental, se había dado un paso de avanzada en el perfeccionamiento del sistema mexicano de administración de Justicia: La Corte fue revestida con el carácter de Tribunal Constitucional. Aleatoriamente, se instituyó el Consejo de la Judicatura.

El proceso no para en ese punto: Al continuar la dinámica (¿o inercia? reformista de la Justicia Penal, el Congreso de la Unión dio su voto para que atribuciones de la Corte en materia de amparo, fueran transferidas a los tribunales colegiados de circuito. Fue una decisión crucial, con graves consecuencias.

La selección entre amigochos

Aquí conviene retomar una observación crítica que han sostenido las instituciones colegiadas, especializadas en Derecho:

Si bien en una época el Poder Judicial de la Federación no regateó su voluntad de colaboración con los otros dos Poderes de la Unión,  esas asociaciones profesionales han denunciado sistemáticamente la inclinación del jefe del Ejecutivo a colocar en el cuerpo de ministros a favoritos que no tienen más carta de presentación que sus orgullosas pertenencia y militancia en el mismo partido que el Presidente.

La segunda observación es de naturaleza similar: Durante la presidencia de Vicente Fox, fue del dominio público que una candidata a ministra rechazada por mayoría en el Senado, logró sin embargo su nombramiento finalmente, gracias a la abierta operación manipulativa de un prominente senador, integrante de la minoría.

Más grave aún: En la pugna por el poder presidencial de 2006, el ministro presidente de la Corte, Mariano Azuela Güitron puso en entredicho su honorable investidura, cabildeando en Los Pinos la eliminación de un candidato de oposición.

Hasta donde alcanza la hidra de la corrupción

No son, las anteriores, cuestiones de poca monta. Pero volvemos a lo que antes caracterizamos como una decisión crucial en la redefinición y redistribución de funciones de la Corte: La delegación de atribuciones a los Tribunales Colegiados de distrito.

Es el momento en que entró en crisis una de las nobles instituciones decimonónicas que dio prestancia universal a la justicia mexicana: El amparo, figura jurídica que también ha pasado por la criba legislativa reformista.

Son los especialistas en Derecho los autorizados a dictaminar si hay un ejercicio abusivo de ese derecho.

Pero, desde nuestra trinchera periodística observamos que, cuando el Estado mexicano está comprometido al combate del crimen organizado, el amparo ha sido expuesto al mercadeo de litigantes que inician un juicio en una instancia; lo pierden, pero antes de que se seque la tinta de la sentencia, esos litigantes se desplazan  otro territorio, pierden nuevamente y así hasta el infinito, hasta que logran su objetivo en favor de sus representados, no pocas veces codificados como criminales de alta peligrosidad.

En nuestro propio Medio: En ejercicio de la Libertad de Expresión y el Derecho a la Información, periodistas que practican la investigación profesional sobre conductas reprobables de agentes políticos o empresariales, son sujetos a denuncias penales por quienes se llaman a afectados “en su honor” o en su fama pública.

Cuando esos periodistas pretenden acogerse al amparo de la justicia, son víctimas de sentencias que los obligan a la reparación de daños “morales” atentatorias incluso contra un patrimonio material del que carecen los indiciados.

Semejante suerte corren no poco defensores de los Derechos Humanos. Es cuando se cae en cuenta que los raseros de los juzgadores tienen dos pesos y dos medidas en la aplicación de un mismo derecho para diferentes condiciones sociales y económicas.

No parir más Bebes de Rosemary

Escandalosos casos sobre ese tema judicial que implica a magistrados federales, se han consignado recientemente en Sinaloa y en Veracruz, en procesos originados por la presunción de delitos de distinto orden.

Cuando en México existe una cruzada contra la corrupción, el caso que más indignación ha provocado en estas horas, es el de un individuo contra quien se ha girado orden de aprehensión en Chihuahua por delitos administrativos.

Ese individuo se coló al Palacio Legislativo de San Lázaro, pretendiendo hacer valer su condición de diputado federal suplente, obviamente, para ser blindado con fuero. La Cámara le negó la toma de protesta. Se atrincheró en el recinto hasta que obtuvo una suspensión provisional en su solicitud de amparo: Salió del Palacio Legislativo, “con la frente en alto”, según declaró a medios.

El caso del funcionario estatal chihuahuense puede catalogarse de menor, vis a vis con los de ex  gobernadores criminales que han logrado al menos demorar reincidentemente la acción de la ley, por la vía del amparo. A dos se les ha dado la oportunidad de huir. 

Es de reconocerse, que el Consejo de la Judicatura federal ha actuado en consecuencia en denuncias contra jueces y magistrados imputados, pero el colmo resulta cuando los propios togados de la Judicatura son pillados en actos que, para exhibir nuestras limitaciones jurídicas, podríamos tipificar como prevaricación.

Al menos desde la década pasada, hemos atestiguado los empeños de los depositarios Poder Judicial de la Federación por darse un Código de Ética que obligue a los funcionarios a ser leales a la misión que constitucionalmente protestaron cumplir, libre de sospechas.

Es evidente que códigos de esa naturaleza no son suficientes para contener el instinto humano, que rompe con la mística juarista que proponía vivir en la augusta medianía. Las retribuciones que reciben los impartidores de justicia, por sí solas rebasan esa pretendida medianía en estado de cosas en el que subsisten millones de parias. Pero no les basta.

Es llegada la hora de que los responsables de los tres Poderes de la Unión tomen conciencia de ese problema que humilla y subleva a la vez a la sociedad civil.

Por supuesto, no tenemos la fórmula mágica para cambiar esa vergonzosa y disolvente  situación. Ni es nuestra función.

Sólo tenemos una advertencia, de la que nos apropiamos: Si de cambiar el régimen jurídico en materia de Justicia Penal se trata, cuidarse de lo que el constitucionalista Sergio García Ramírez bautizó: No se permita el parto de nuevos Bebes de Rosemary. Es cuanto.

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