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Cuando los enemigos son la malaria y la malnutrición

Las enfermedades y el hambre son las mayores amenazas para los refugiados centroafricanos, una vez que han dejado atrás las balas. Un programa de salud en Camerún trata de prevenir ambas

Aissatou A., de 58 años, espera en una abarrotada, bulliciosa y calurosa sala de reparto de complementos alimenticios para los niños menores de cinco años, a que el personal de Unicef y el Programa Mundial de Alimentos revisen el estado de salud de su nieto, de dos años. Su madre murió en la travesía hacia Camerún desde República Centroafricana (RCA) a finales de 2013, cuando la familia sufrió el primer estallido de violencia en su aldea. “No quiero volver”, zanja el relato de la huida la abuela.

Tras su llegada a Timangolo, población al Este de Camerún cercana a la frontera con RCA, el pequeño sufrió malnutrición grave. “Por eso vengo aquí. Para prevenir que vuelva a caer enfermo”, aclara la abuela. Como ellos, el 80% de los refugiados centroafricanos (más de 100.000 desde diciembre de 2013) que llegan a la región oriental de Camerún son mujeres y niños, grupos de población especialmente vulnerables a la malnutrición. También las comunidades de acogida, muy pobres, padecen altos índices de este problema de salud que pone en riesgo la vida y desarrollo de los más pequeños.

Por eso, la ONU ha implementado un potente programa de lucha contra la malnutrición, grave y moderada, en la zona. Lo hace a través de las tres agencias competentes: Unicef (infancia), ACNUR(refugiados) y el PMA (Programa Mundial de Alimentos). Ellas son las encargadas del diagnóstico, reparto generalizado —a refugiados y locales— de complementos alimenticios a base de cacahuetes (PlumpyNut y PlumpySup) y el control de la efectividad de la acción.

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La cinta métrica se para en el rojo. Es muy mala señal. Las dos niñas, de 10 meses y cuatro años, de Hapsey Abdoulaye, refugiada centroafricana en Timangolo (Camerún) de 40 años “más o menos”, sufren malnutrición grave. La circunferencia de sus pequeños brazos mide menos de 11,5 centímetros, más de dos por debajo de lo que se considera un volumen mínimo de salud (12,6).

“Estoy enferma y desesperada porque no hay solución”, se queja la madre sin estruendo. En febrero de 2014 llegó a Gbiti, un pueblo cercano a la frontera y punto de entrada de centroafricanos que huyen de la guerra. Allí se registró como refugiada en la oficina de Acnur y allí vivió hasta que alguien le avisó de que su marido, al que había perdido la pista en su atropellada huida de RCA, estaba en Timangolo. No lo dudó y en junio se trasladó a este poblado. Tardó dos meses en llegar de uno a otro, un largo periplo en el que comía lo que encontraba por el camino. “Hojas o lo que fuera”, apunta la mujer.

Desde que se instaló en el nuevo asentamiento, no ha podido acceder a la distribución de comida porque no consta en el listado de beneficiarios. Y sus carencias alimentarias se han convertido en malnutrición severa en sus hijas. La pequeña, en sus brazos, busca desesperada el pecho de la madre. Y cuando lo encuentra, es en vano. No hay nada.

Hapsey Abdoulaye sonríe mientras mira a su hija desconcertada cuando el doctor le mide el brazo. “Me fui por la guerra y la violencia”, comparte su historia. Ahora, el enemigo es otro. Primer paso: el papeleo. Después, le darán su lote de comida. Y un tratamiento de choque bajo supervisión médica con PlumpyNut para la bebé.

“Cuando se inició este programa a principios de 2014, había una tasa de aproximadamente un 25% de menores de cinco años afectados. En los controles sobre la evaluación, realizados en diciembre, ese porcentaje se había reducido hasta un 4%”, detalla Joseph Claude Amougou, trabajador de campo del Programa Mundial de Alimentos (PMA).

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El nieto de Aissatou forma parte de ese número de niños que ya no están en peligro. Le miden el brazo y el metro se para en la franja coloreada de verde. Está sano. Con todo, la mujer pasa a la zona de reparto del PMA para que le den suficientes bolsas de PlumpySup para añadir al menú diario del bebé durante un mes. Por prevención.

Cuando los encargados de la revisión de la salud de los niños detectan un caso de malnutrición grave (un 25% del total de afectados), el itinerario es otro. Unicef se encarga de suministrarles el suplemento PlumpyNut. Durante 45 días, los pequeños deberán acudir diariamente al centro médico de este organismo para tomarse su bolsa de 92 gramos y 500 kilocalorías de este alimento terapéutico y que un médico le haga un reconocimiento.

En uno de los habitáculos del hospital de Unicef, junto al punto de reparto de comida para los refugiados centroafricanos de Timangolo, una madre observa a su hija mientras el doctor la somete a un test de apetito. “A veces los niños sufren malnutrición porque no tienen ganas de comer y eso significa, en la mayoría de los casos, que tienen parásitos en el estómago”, explica Mvongo Mbaria, responsable de Cruz Roja en este centro médico. ¿En qué consiste esta prueba? “Si no son capaces de comerse una bolsa entera de PlumpySup en una hora es que algo va mal”, detalla el especialista. En ese caso, les tratan con medicamentos antiparasitarios.

Además de encargarse de los casos graves de malnutrición, en este centro desarrollan otros programas de salud del que se beneficia toda la población. El doctor Nainga Semplice es el responsable de uno de ellos, pues su labor es inmunizar a los críos con una vacuna pentavalente, para prevenir la difteria, el tétanos (rigidez de mandíbula), la tosferina, la hepatitis B y la poliomielitis.

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Pero es otra enfermedad para la que todavía no hay vacuna la que más estragos causa en la población: la malaria. “Mata a muchas personas”, advierte Amougou, del PMA. En el hospital de Gbiti, una de las aldeas de acogida y principal punto de entrada de refugiados centroafricanos, gestionado por las ONG Plan Internacional y Médicos sin Fronteras, atienden principalmente a niños, mujeres lactantes y embarazadas, los grupos más vulnerables al temido parásito. Ellos son los que llenan su sala de espera, una cuadrilátero de tierra delimitado por plásticos naranjas.

“Tienen malaria”. La abuela, Salamatou D., de 60 años, ya sabe el diagnóstico de dos de sus seis nietos a su cargo, aunque todavía no les ha examinado un doctor. Esta refugiada conoce bien los síntomas y decidió acudir a la clínica para que los chiquillos reciban tratamiento. Pese a los esfuerzos por inculcar la costumbre de visitar la consulta médica ante la aparición de problemas de salud, no todos toman esa decisión y optan por quedarse en casa a pesar de la fiebre, los vómitos o la diarrea. Por eso, periódicamente, personal de centro de Gbiti recorre las aldeas de la zona en busca de enfermos. Los que están graves, son derivados a hospitales en las ciudades, apuntan.

La prevención

Una de las primeras pautas de vida saludable que se tratan de inculcar desde los centros de salud y puntos de reparto de alimentos en las aldeas que acogen a sus vecinos centroafricanos es la higiene. Así, un bidón de agua da la bienvenida a los refugiados en las instalaciones del Programa Mundial de Alimentos para la distribución de comida. Antes de entrar, deben lavarse las manos. ¿Por qué? “Para que se acostumbren y aprendan gestos saludables”, aclara Maarit Hirvonen, trabajadora del PMA en el país.

También los que esperan su turno en el hospital de Unicef, reciben formación en este sentido. Un montón de carteles con dibujos son el apoyo visual para enseñar, por ejemplo, la importancia de lavarse las manos antes de comer o no beber agua sucia, para evitar diarreas o la transmisión de parásitos.

 

 

 

 

Con información de El País

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