- De cantera, con 1.80 metros de altura la estatua del primer mandatario
- Fue instalada en Atlacomulco por el expresidente municipal morenista saliente
- Duro tres días y fue derribada
- Los morenistas ya levantaron una demanda en contra del vandalismo local
- “No quiero que me levanten monumentos”, expresó el presidente en su conferencia mañanera del 3 de enero.
Por Juan Bautista Rojo
En la historia, las estatuas, son el intento de petrificar el tiempo, de fijar en el imaginario colectivo, en el archivo social, la figura de una persona, de un colectivo; de arraigar en un símbolo una proeza por una acción determinada y deje huella en la memoria futura.
Ahí tenemos la constancia de los monolitos monumentales de la época prehispánica para el caso de México o centro y Sudamérica, o las diminutas piezas de barro, en forma de seres humanos, representan a guerreros, sacerdotes, reyes, a al ciudadano común de esa época, por citar algunos ejemplos inmediatos sobre el tema sin más otro tiempo y continentes, que ejemplos hay en demasía si mencionamos a la cultura griega o romana.
En el México, el culto a los monarcas ha sido una vieja práctica ancestral, eran piezas fundamentales del engranaje del ejercicio piramidal del poder y reproducción del sistema de dominación y sometimiento al pueblo, a las masas.
El porfiriato se lució con esa norma: Calles, avenidas, carreteras, plazas de toros, plazoletas, y hasta pueblos enteros signaron esa época. Y sus rivales, los nuevos caudillos, también se valieron de esa poderosa arma y pasaron a la historia con todo un caballo como Zapata y Villa.
Ya en la época moderna, se estilizó el culto al poder, y fue una norma, aunque mal vista, aceptada a punta de discursos y reconocimientos cíclicos cívicos de loas al poder. Ahí, los monumentos presidenciales, el más alto de ellos, el de Lázaro Cárdenas, en la misma avenida que lleva su nombre actualmente, por citar en forma inmediata.
Pero los tiempos cambian, el culto, solo se transforma, no desaparece.
Ya en México moderno, de las instituciones sólidas, con rumbo fijo, el culto a la escultura y el bautizo a calles y avenidas, como carreteras, siguió en auge, y quizá solo disminuyó al cambio de régimen en el emblemático año del dos mil, Vicente Fox, Felipe Calderón, el tema no tuvo mayor relevancia, y tampoco fue alimentado en forma prolífica como sus antecesores, y con el último escalón del priismo con Peña Nieto, no avanzó, digamos que fue más prudente, porque nunca alcanzó la estatura de un mandatario real, de un político estadista en toda la extensión de la palabra.
Obrador borró viejos esquemas en la forma de gobernar
Con la llegada del actual presidente Andrés Manuel López Obrador, se rompieron varios esquemas en el uso y ejercicio del poder, para empezar se terminaron los intermediarismos, con ello se privilegió el trato directo con el pueblo, con las comunidades; segundo, el emblemático centro del poder, la casa presidencial denominada “Los Pinos”, fue reducida a un museo, aun cuando las estatuas en bronce de los gobernantes que habitaron la residencia permanecen, resguardadas, como todo el inmueble, por la policía federal.
Desde sus primeros días como gobernante, ya instalado en Palacio Nacional, el presidente afirmó que “no veía de buen gusto erigir estatuas y calles y nombres de colonias en su nombre, que era mejor, porque el de todos modos se sentía mejor así, con el pueblo, porque él sabe elegir”, llegó a expresar al inicio de su mandato.
Pero como no existe una ley que prohíba se erijan estatuas, los simpatizantes del presidente, del pueblo de Atlacomulco, en el Estado de México, cuna del priismo, decidieron levantarle una imagen en su nombre, elaborada de cantera y de 1.80 metros de altura, patrocinada con el peculio del expresidente municipal de ese municipio, Roberto Téllez, con un valor de 50 mil pesos, elaborada por los artesanos de Tlalpujahua, Michoacán.
Quizá lo inverosímil de esa propuesta -no solicitada ni consultada por el morenismo atlacomulquense con el líder de su partido o medida sometida a una encuesta-, es que la estatua instalada, sólo dos días de concluir su mandato el expresidente municipal, Roberto Téllez. Y dejar documentada su entrega a la siguiente administración como parte del patrimonio municipal, cuando no fue pagada por el erario municipal. La entrega, el cambio de poder fue a Marisol Arias Flores, por la alianza PRI, PAN y PRD, quien tomó posesión el primero de enero.
La estatua de color rosa, de pie, mirando al horizonte y con uno de los brazos al pecho, apenas duró tres días. La madrugada del día primero, fue derribada de un tirón, y esparcida en partes”, pero ahora no existen ni los rastros de la estatua, no existe reporte policiaco de ese acto vandálico, porque -según las versión periodísticas-, no había luz, ni cámara de seguridad digital en servicio, que registrará en atentado.
Los fundamentalismos, los vandalismos, los simbolismos al extremo, no son signos de buena salud pública para una democracia, ni genera espacios de debate y convivencia, y por el contrario, sí puede llegar a provocar confrontaciones innecesarias, sociales, legales y culturales.
Quizá no baste, por ahora sólo la palabra, para no levantar estatuas en nombre del presidente, que a todas luces se opone a este culto a la personalidad. Quizá, sea conveniente llevarlo al rango de decreto, para evitar confusiones y propagación de una imagen presidencial que se requiere más terrenal que idílica.
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Para atajar a los promoventes de levantar esculturas con la imagen del presidente, en especial a los morenistas y simpatizantes, en su más reciente conferencia del lunes 3 de enero, les dijo con una excelsa claridad: “ No quiero, no deseo, que levantes estatuas en mi nombre, ni que le pongan mi nombre a bibliotecas, calles, plazas, zócalos. No es mi gusto, a mí me basta el cariño de millones de mexicanos”, remató.
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