Voces del Periodista Diario

Dolores crónicos, dolores que matan

Por Bertha Hernández para La Crónica
Primera parte
“Me duele”. Así comienzan infinidad de historias, unas más dramáticas que otras y que dan cuenta de la fragilidad humana. “Me duele”, dice un paciente cualquiera, y esas dos palabras podrían llevarlo al consultorio de su médico de cabecera y allí podría terminar la crisis. Pero hay quien dice “me duele” y esas mismas dos palabras están cargadas de desesperación. En México, esta última clase de pacientes son los principales candidatos a ser tratados por las clínicas del dolor.
Hoy por hoy, ningún ser humano tendría por qué sufrir algún tipo de dolor físico; los avances médicos y farmacológicos convierten en realidad lo que, durante siglos, formó parte inevitable de la vida diaria. La gama existe: desde un analgésico potente que aminora el dolor de muelas, hasta los medicamentos específicos que alivian el cólico brutal producido por un cálculo en la vesícula o en el riñón, o los bloqueos precisos que borran el sufrimiento de un enfermo en fase terminal.
Entonces, ¿quiénes son los pacientes que llegan a las clínicas del dolor? Son candidatos prioritarios a quienes padecen todo tipo de dolor que no sea operable. En esta definición entran numerosas circunstancias y padecimientos que se traducen en otras tantas vidas perturbadas por la pérdida de la salud.
Aunque parezca el primer verso de un bolero, hay dolores cuyos ecos rebasan el ámbito de lo puramente médico: quienes padecen dolor crónico, ese que despedaza vidas y familias, e impacta la productividad laboral, constituyen un segmento poblacional creciente en México. Estimaciones presentadas en 2014 por la Asociación Mexicana para el Estudio y Tratamiento del Dolor (AMETD) calculan que solamente en el año 2010 unos 28 millones de mexicanos presentaron algún tipo de dolor crónico.
La cifra, mirada en el contexto nacional, no debiera resultar sorprendente: el progresivo envejecimiento de la población y la proliferación de enfermedades crónico-degenerativas, necesariamente conducen al mexicano, cuya expectativa de vida ya ronda los 80 años, a la ruta del dolor crónico: son las enfermedades articulares, las derivaciones de la diabetes y los tumores malignos los que enturbian, en proporciones significativas, los últimos años de nuestros ancianos.
Resulta lógico que la estructura médica encaminada al tratamiento del dolor se multiplique. La AMETD contabilizó en 2006 38 clínicas del dolor, y en 2013, según estimaciones presentadas por el especialista Alfonso Petersen, en el Foro Internacional sobre Cuidados Paliativos de ese mismo año, se habían incrementado a 83 establecimientos adscritos a la medicina institucional y funcionaban otras cinco definidas como “independientes”.
La misma AMETD estimó que en 2014 eran 800 los especialistas en medicina del dolor que laboran en nuestro país. Para los segmentos poblacionales susceptibles de padecer en niveles que los lleven a las clínicas del dolor, se antojan pocos, pues su distribución en el territorio nacional no es uniforme.
No obstante, la tarea de formación de especialistas está en marcha y consolidada en las áreas de enseñanza de la medicina pública y privada y las clínicas del dolor de gran prestigio, como la que funciona en el Hospital 20 de Noviembre del ISSSTE, a donde llegan cada año una treintena de médicos jóvenes interesados en el tratamiento del dolor y que aspiran a especializarse allí. Solamente un puñado de ellos se quedará a iniciar su relación con uno de los aspectos más estremecedores de la condición humana.
 
MAL ANTIGUO Y RECURSOS RECIENTES
En México, la clínica —ejercicio práctico de la medicina— del dolor no tiene ni medio siglo de existencia. En 1972, en el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición “Salvador Zubirán” se estableció la primera de estas clínicas. Hay un nombre esencial en esta historia: Vicente García Olivera, médico hidalguense nacido en 1916, interesado siempre en paliar el dolor, y que fundó, no bien terminaba sus estudios profesionales, en el Sanatorio Número 1 del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) el servicio de anestesia, el primero en la institución.
En plena Segunda Guerra Mundial, hacia 1945, García Olivera marchó a Estados Unidos a realizar estudios avanzados de anestesiología y a aplicar lo que él llamó, en un texto autobiográfico, las “analgesias regionales”, bloqueos analgésicos que contribuían a paliar el sufrimiento en casos de gran precisión. Entre los muchos pacientes a los que trató se contó Albert Einstein, a quien, en trance de ser operado de una hernia, administró un bloqueo en la columna vertebral.
En Estados Unidos, García Olivera conoció, seguramente, los trabajos del médico contemporáneo suyo que es señalado como el “padre” de la clínica del dolor, el italoestadunidense John Bonica, quien había estado en el frente y había visto de cerca, entre los soldados heridos, los diversos registros del dolor.
Los especialistas que hoy día encabezan áreas de clínica del dolor, tanto en medicina pública como privada, señalan a García Olivera como el pionero del tratamiento del dolor en México. Desa­rrolló su trabajo como anestesiólogo, de manera simultánea en el Hospital General y en la Clínica Londres; a instancias suyas, en junio de 1972, se creó la primera Clínica del Dolor en lo que entonces se llamaba Instituto Nacional de Nutrición. Cuatro años después, aliado con otro médico, Miguel Herrera Barroso, fundó la Clínica del Dolor en el Hospital General. Su trabajo en la medicina privada lo llevó a formar una tercera área, la de la Clínica Londres. De este triángulo básico se desprenden muchas otras que hoy día se enfrentan al reto de aliviar el dolor humano.
 
BATALLAS DIARIAS EN LAS CLÍNICAS DEL DOLOR
¿Cómo se afronta medicamente la batalla cotidiana contra el dolor? Luz Corrales, médica especialista en dolor del Hospital Ángeles Clínica Londres, subraya el factor intensamente subjetivo del dolor como síntoma; ese rasgo determina el comportamiento básico que debe recibir el enfermo: “lo primero que debe hacer un médico que trabaja en clínica del dolor es creerle al paciente; creerle que le duele, porque cada paciente tiene un umbral del dolor completamente diferente”.
En segundo término, señala Corrales, ha de hacerse una exploración física detallada que permitirá determinar qué tipo de dolor padece el paciente. “Sería deshonesto de mi parte decir a un paciente que se queja de dolor vesicular que puedo quitarle el dolor con medicamento. Es el cirujano a quien compete la solución. Hay pacientes de migraña —una enfermedad que involucra a diversos especialistas— cuyo diagnóstico tiene años, y un examen acucioso muestra que, en rea­lidad, padece una disfunción del hueso temporal que se articula con la mandíbula”.
Es indispensable para la clínica del dolor generar un diagnóstico certero, señala la especialista Luz Corrales, pues el dolor que tratan es aquel no operable. “Hay que ser honesto con el paciente y con su familia; cuando es el caso, es indispensable hacerles ver que lo que yo puedo ofrecer no es lo que necesitan y deben recurrir a otro tipo de especialistas. A veces, en el mundo de la medicina privada, los pacientes reclaman que alguien podría, en esa ruta, lucrar con el dolor físico. Por eso es aún más importante la precisión en la evaluación”.
Paliar el dolor, advierte la especialista Corrales, implica también ir más allá de la multifragmentación de la medicina actual; recordar que el paciente es un conjunto: “a veces se nos olvida, como médicos, sentarnos y escuchar al paciente como hacían los antiguos médicos, nuestros maestros, e incluso intentar mirar más allá del hecho físico, mirar el alma de la persona que tiene enfrente. A veces el dolor del paciente es un dolor psicógeno y también tenemos que darle tratamiento”.
¿El alma? ¿Es que acaso el dolor es más que un síntoma? ¿Es que el dolor también deja huellas emocionales? Las deja, ciertamente. Su traducción más clara es la desesperación.

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