Voces del Periodista Diario

Asesinato del alma, ¿pueblos culpables?

La Piedra en el Zapato

Por Abraham García Ibarra

(El chalado segundo marido de la usufructuaria de la renta petrolera 2000-2006, asegura que Petróleos Mexicanos está en ruinas. Si no habla al tanteo, el experto en quiebras empresariales habla con conocimiento de causa.)

En la gloriosa era priista, en México solía decirse que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. El supuesto fue hecho astillas cuando empezaron a derrumbarse, a fuerza de acción popular, no pocos cacicazgos históricos.

Sin embargo, con la vista puesta en Europa, la teoría tuvo aplicación en el ascenso del nazismo alemán a remolque de Adolfo Hitler.

Que todo hombre de estado pase antes por el siquiatra

Hemos hablado en anteriores entregas de que un especialista en siquiatría austriaco, a la luz de las horrendas experiencias europeas entre la primera y segunda guerras mundiales, introdujo a principios de los cincuenta ante la ONU, una iniciativa para que todo aquel que pretendiera cargos de Estado, pasaran previamente por el consultorio del sicoanalista.

El ponente encontraba una relación directa entre los brutales actos de los líderes totalitarios europeos y el estado de su salud mental. Por supuesto, recomendación ha sido desoída.

La cuestión ha sido relanzada con el arribo de Donald Trump a la Casa Blanca. Algunos de sus detractores lo comparan con Hitler. Expertos estadunidenses en siquiatría coinciden con el terrible diagnóstico.

“Educación” para construir una raza y una nación superiores

Entre finales del siglo XX y principios del XXI, en los Estados Unidos se han hecho púbicas varias investigaciones de especialistas que tomaron como referencia la figura del médico y pretendido educador alemán, Daniel Moritz Gottlob Shreber, postulante desde principios del siglo XIX de un modelo pedagógico para construir una raza y una nación superiores, ensayado en sus propios hijos.

Uno de esos hijos, Daniel Gustav, enloqueció y terminó suicidándose. Su hermano, Daniel Paul, después de una brillante carrera en la judicatura, también enloqueció a los 42 años, pasó por un hospital siquiátrico y, aparentemente recuperado volvió a la vida pública.

Recayó, sin embargo, y, sobre sus crisis mentales describió sus propias y tormentosas experiencias alienadas. Segismund Freud hizo estudios específicos sobre esa historia clínica.

Con más documentación y profundidad, el estadunidense Morton Schatzman trató más recientemente el caso en su obra El asesinato del alma. Una narrativa desgarradora.

Uno de cada dos presidentes gringos presas del Síndrome de hibris

Nos da pie ese expediente para apoyar el tema de esta entrega. A partir de 2006, en los Estados Unidos, con crédito a diversos siquiatras –investigadores de instituciones universitarias-, varios sellos editoriales empezaron a divulgar estudios sobre la materia.

La conclusión más recurrente de esas investigaciones, es que 49 por ciento de los presidentes estadunidenses, en algún momento de su vida, padecieron trastornos síquicos; 27 por ciento, en el ejercicio del encargo.

Los diagnósticos actualizados hablan de alcoholismo, trastorno bipolar, depresión, fobia social, narcisismo, etcétera, encuadrados en el genérico síndrome de hibris, según el cual el paciente expresa desprecio por el espacio del otro, delirios de grandeza: Enfermedad del poder, en apretada síntesis. Ellos no hablan con Dios; se sienten Dios.

La primera cita remite al sexto presidente de los Estados Unidos, John Quincy Adams (1825-1829). Thomas Jefferson lo tachó de loco. Conforme los estudios comentados, el propio Jefferson llegó a sufrir depresión y ansiedad social.

La obsesión permanente: América para los americanos

Tomamos el nombre de Adams por una razón elemental. En alguna de sus alocuciones presidenciales acuñó el término América para los americanos, una traspolación de Estados Unidos de América, referido inicialmente a las 13 colonias inglesas independizadas de Gran Bretaña.

En el centro de aquella obsesiva consigna estaba la advertencia a los imperios europeos (particularmente en el momento napoleónico) para que se abstuvieran de conservar o extender sus dominios a nuestro continente cuando ya algunos pueblos latinoamericanos se había sacudido el yugo de la Corona española.

En estricto rigor, las colonias, ya estadunidenses, no estaban en aptitud militar para una defensa continental más allá de sus fronteras interiores.

James Monroe: El Destino Manifiesto

La idea del Destino manifiesto llegó por el Atlántico a bordo de los buques se la Gran Bretaña (bautizada ya en Francia como La pérfida Albión) en las arengas de los capellanes de aquellas tripulaciones, que entraron al macizo continental por los territorios del ahora estado de Virginia.

El inmediato antecesor de Adams, James Monroe, se apropió de aquella alucinación bíblica entendida como la predestinación del pueblo elegido y la elevó a quinta potencia como divisa de la Política Exterior de los Estados Unidos.

El tocayo de Monroe, James Polk se gratificó con asestar el espantajo -que ni a doctrina llegaba- sobre los mexicanos, a los que despojó de la mitad de su territorio en 1848 con la complacencia de los polkitos domésticos.

Cuando las hordas napoleónicas plantaron bota y bayonetas sobre México, los Estados Unidos se olvidaron de la consigna América para los americanos. Se refugiaron en la neutralidad no obstante los compromisos asumidos desde el Congreso de Panamá de 1826.

Sólo cuando nuestros republicanos liberales mellaron la corona de Maximiliano y vencieron a sus zuavos, la Casa Blanca volvió sus ojos sobre México, particularmente cuando Porfirio Díaz empezó a darles concesiones a los corporativos ferroviarios, mineros y petroleros imperiales.

Theodore Roosevelt y la diplomacia de las cañoneras

La última década de Díaz coincidió con los mandatos de Theodore Roosevelt, impulsor de la diplomacia de las cañoneras, con la que recalentó el mentado Destino Manifiesto: Cuba, Panamá, Filipinas y hasta donde se ponga el Sol.

A propósito, el nombre del primer Roosevelt aparece señalado por los modernos siquiatras estadunidenses a los que hicimos antes alusión, como uno más de los inquilinos del Salón Oval afectado por el síndrome de hibris, que también se refiere a honor y orgullo como manifestaciones demenciales en pos de la supremacía blanca.

Ejercicio memorioso, nomás, para ilustrar nuestro optimismo ahora que Donald Trump, a costa de México y de nuestros compatriotas transterrados, pretende su reelección para seguir mandando hasta 2024. Un periodo de peliaguda prueba para la cuarta transformación. Es cuanto.

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