En 10 minutos, el violinista estadounidense Joshua Bell enardeció las palmas de la audiencia mexicana; a los 40, la removió de sus butacas para ovacionarlo de pie y a los 120 la amalgamó en un estruendo que agigantó su sonrisa de celebridad anoche, en el Palacio de Bellas Artes.
Bell, al frente de la orquesta británica Academy of Saint Martin in the Fields, sin actuar en México desde 1997, ofreció un programa que arrancó con la obertura de Las bodas de Fígaro de Mozart, continuó con el Concierto para violín núm. 2 de Mendelssohn y culminó, tras el intermedio, con la Sinfonía núm. 3, la Heroica, de Beethoven.
El esmerado desempeño del ensamble puso una barrera musical a la otra formada por los granaderos que flanqueaban el recinto antes de las 19:00 horas, a la toma de taquillas en la estación Bellas Artes del Metro, al acoso de los revendedores de boletos para el concierto y a la desmesura de la lluvia, que detuvo a los transeúntes en el portón principal del palacio.
Joshua Bell se destacaba anoche no sólo por dirigir con violín en mano y usar el arco del instrumento como batuta, sino también por su destreza en la ejecución, la pureza del sonido y la precisión que le han granjeado multitud de premios y una popularidad que lo hace uno de los músicos más televisados.
Al pulimento sonoro hay que añadir la fogosidad, su manera de involucrar el cuerpo mientras toca, de echarlo adelante -casi doblarse- y brincar empujado por la vehemencia cuando ocupa la banca o elevar la punta del pie en los agudos cuando interpreta parado.
Unos cinco minutos se prolongó el aplauso final; el músico de 47 años estiró la sonrisa, su voz no se escuchó en el concierto que abarrotó la sala: la elocuencia estaba reservada para las cuerdas de su Stradivarius.
Mañana se presenta nuevamente, a las 20:00 horas en Bellas Artes, con un programa que incluye a Prokofiev, Bruch y Beethoven.
Con información de Reforma