A plena luz del día, sin ocultarlo, niños provenientes de Puebla, Oaxaca y Chiapas son explotados laboralmente; son víctimas de trata a través de un bien planeado sistema en el que estos menores son la fuerza de trabajo. Algunos de ellos tienen apenas ocho años, otros hasta de 15, y diariamente laboran 10 horas vendiendo dulces que transportan en carretillas.
Para cada niño, el día inicia acomodando la mercancía y a las 11:00 salen, uno tras otro, de la calle Juventino Rosas, en Peralvillo, desde donde caminarán en algunos casos cinco kilómetros para alcanzar su punto de venta. En la noche, solos o en grupo, andarán los kilómetros de regreso hasta el domicilio donde duermen hacinados. Al día siguiente, a empezar otra vez la misma rutina.
Los niños van cambiando. Unos dejan de participar en este ciclo de explotación. Otros niños llegarán a ocupar sus lugares.
De acuerdo con los vecinos del lugar, existen otras situaciones también preocupantes: a la casa no sólo entran niños con carretillas llenas de dulces. A medianoche, jovencitas llegan al lugar a descansar bajo ese techo, después de un trabajo que a ciencia cierta nadie sabe cuál es.
Hay un organizador de este sistema es quien trae a niños a la Ciudad de México a trabajar, es quien aprovecha lo que genera esta fuerza de trabajo infantil.
En lugares de la Roma, Chapultepec y en la Zona Rosa, los menores y sus carretillas deambulan sin disimulo.
Están allí, incluso en la semana en la que se conmemoró la lucha contra el trabajo infantil. Allí están, aunque parece que nadie lo nota.
Memo y todos sus días
Algunos de los niños se reúnen frente a la Lotería Nacional desde las ocho de la noche, luego del trabajo, y se les puede ver tomar camino sobre Reforma, empujando sus carretillas, para llegar hasta la Peralvillo.
Memo tiene 8, aunque él asegura que tiene 10. Cuando se le pregunta su edad, duda sobre lo que debe responder. A mediodía, platica, ya tiene que estar fuera de la casa donde duerme. A esa hora ya debe estar vendiendo, “luego me regreso caminando a mi casa”, cuenta a regañadientes.
El niño camina durante al menos siete horas por las colonias Roma, Tabacalera y Juárez. Cuando comienza a llover, saca una sombrilla que lleva entre las ruedas de la carretilla.
Mientras vende dulces, Memo no sonríe y apenas si voltea a ver a la cara a los clientes que se acercan a pedirle mercancía.
El niño no se ve mal vestido, pero sí se puede apreciar diversos rastros de desnutrición (la piel luce manchas). Crónica sigue a Memo y a otros niños. No hay tiempo para comer, todo es caminar y vender.
Una noche de esta semana, cuando se encuentran frente al edificio de la Lotería Nacional, uno de los niños comparte algo de comida con sus compañeros. Todos toman su parte y comen con avidez. Luego emprenden el camino, los 4 kilómetros extras que deben caminar para llegar a “su casa”.
Todos los días son iguales en esta infancia.
“Me levanto un poco tarde y acomodo mis dulces en la carreta para salir a trabajar; dependiendo de por dónde me vaya, la gente me va deteniendo y voy vendiendo”, platica y se apreciaba que le molestaba contar lo que hace.
“Mis papás me iban a meter a la escuela, pero yo les dije que no, que prefería trabajar”, dice sin convicción. Hace silencios y se le ve triste cuando habla de esto. Muchas de las frases que hace lucen aprendidas, como si fuesen un guión que debe repetir cuando algún extraño le pregunta.
La misma historia
Abraham tiene 15 años y cuenta que una camioneta los deja en calles cercanas y después los recoge en la noche.
El jovencito dice que proviene de Chiapas; él también suelta aquello de que decidió dejar de estudiar y prefirió dedicarse a la venta de dulces.
Entre lo que dice Abraham y Memo no hay diferencia real: ambos aseguran que sus padres los conminaron a seguir estudiando, pero que ellos prefirieron trabajar.
Los niños y jóvenes también dicen a quien les pregunta que viven con sus padres y hermanos, que toda la familia se dedica a vender diversos productos en calles de la capital. Crónica los sigue durante días, incluso hasta la casa donde pernoctan. En realidad, siempre están solos.
“Su hogar”
Después de que caminan en calles de La Roma, la Del Valle o la Zona Rosa, los menores llegan al lugar, que es el único al que en este momento pueden llamarle su hogar. En una de las zonas más peligrosas de toda la capital, la Ex Hipódromo de Peralvillo.
La casa con el número 16-A de Juventino Rosas aloja un local de refacciones para automóvil. Cuenta con una pequeña puerta verde a un costado, la puerta que los niños deben tocar cada noche y dar obligatoriamente una contraseña para que ésta les sea abierta.
Los niños ya saben que deben esperar aproximadamente cinco minutos para que la puerta se abra.
“Mi cielo, ¿a poco a ti también te pusieron a trabajar?, eres un niño y estás en la calle tan tarde”, le dijo una mujer al pequeño Memo mientras intentaba tocar su cabeza. Memo, molesto, responde con un golpe en la mano y malas palabras.
Esa misma mujer, al ser consultada por Crónica, cuenta que desde algunos meses llegó un hombre a rentar la vivienda y desde entonces comenzó el ir y venir de niños con carretillas.
“A media noche llegan unas niñas, bonitas y bien arregladas con pantalones de mezclilla que tienen piedritas y celulares”, cuenta.
La ruta a casa
Alrededor de las 20:00 horas los infantes se encaminan a su casa, parten del edificio de la Lotería Nacional y caminan sobre Paseo de la Reforma en contraflujo.
La mayor parte del camino van lidiando con las carretillas pues las llantas se atoran en los baches de la acera, además de que deben sortear los charcos cuando es época de lluvias.
Prefieren empujar las carretillas debajo de las banquetas a pesar de que los conductores, camiones de transporte público o taxis les avienten el carro o los intimiden pasando a escasos centímetros de ellos. Muchos de ellos son demasiado pequeños, apenas sobresalen a la altura de la carretilla, así que les resulta mejor ahorrarse el subir y bajar de banquetas.
Cruzan calles oscuras de la Guerrero, la Morelos y la Maza, aún pertenecientes a la delegación Cuauhtémoc.
A las 9:40, ya en el límite de la colonia Morelos, un hombre detiene a uno de los niños y le comenzó a exigir dulces. A la hora de pagar, suelta una grosería y echa a correr.
Poco antes de llegar a la casa, los más pequeños se desvían entre las calles para ver si la suerte está de su lado y logran vender una última bolsa de dulces.
Finalmente, todos se encuentran en el mismo punto de la calle Juventino Rosas. Llegaron al punto del que partieron. Mañana será exactamente igual.
(Reportaje de Denisse Mendoza para La Crónica)