Para el ser humano en general una de las reacciones más complicadas es admitir que ha errado.
Nadie quiere aceptar error, reconocerlo ante el prójimo, así es en todos los ámbitos de la sociedad, en cualquier ejercicio profesional; comportamiento de todas las edades, en la niñez, en la adolescencia, en la juventud, en la madurez, en la tercera edad. No es una actitud exclusiva de un país.
México, por supuesto, no puede ni es la excepción. ¿Cuándo han visto a un político o política que diga haber cometido un error? ¿Un gobernante? Menos. Los deportistas tampoco presumen desaciertos. ¿Recuerdan alguna vez que Ana Guevara, sobre todo en su etapa de funcionaria, haya aceptado que la regó? ¿Los medios de comunicación? Muy ocasionalmente lo hacen y sin entrar en detalles, porque suponen que pierden credibilidad y rating.
Hay de errores a errores, algunos cuestan mucho dinero y los paga el pueblo. Otros destruyen patrimonios, familias y hasta vidas humanas. Quienes con honestidad, sinceridad y transparencia repararan la equivocación, se cuentan con los dedos, son los menos.
En el sistema de justicia es dolorosísimo. ¿Cuántos inocentes hay en prisiones porque los juzgadores no hicieron lo correcto o procedieron de manera indebida? Es una desgracia cuando después de 20, 30 años o más, autoridades se ven obligadas a liberar a la persona que tenían recluida porque se comprobó, tarde, su inocencia. Ni disculpa le dan.
Lo peor es que a pesar de saber que existe el error, lo quieran encubrir, tapar; es difícil por la multiplicidad de medios. Hace tres o cuatro décadas, lo que no se decía en la radio, aparecía en la televisión o leía en los periódicos, quedaba oculto, en la oscuridad.
Hoy es distinto. Es la ventaja de las redes sociales que no callan nada, de los teléfonos celulares que graban todo. Transparencia plena. Puede ser que algún servidor público o algunos servidores públicos consigan imponer su voluntad, nada más que la huella que dejan tarde o temprano terminará por aplastarlos o mínimo exhibirlos.
Es el caso del magistrado, Jorge Fermín Rivera, ya jubilado, quien semanas antes de irse al retiro, todavía como presidente del Séptimo Tribunal Colegiado en Materia Penal del Primer Circuito en la Ciudad de México, reabrió un proceso que ya estaba cerrado.
No le importó que el afectado, periodista, tuviera dos resoluciones de inocencia y tampoco que su acción contraviniera criterios que su propio tribunal había aprobado por unanimidad.
Cometió un error jurídico que no pudo tapar. Ha sido descubierto. El error no puede ni debe cobijarse, porque lo primero que debe prevalecer es la justicia. Está a la vista y es imposible ignorarlo. Desestimarlo sería monstruoso. Tarde o temprano triunfaría la verdad.
Es de la mayor relevancia decir que ninguno de los dos juzgadores que exoneraron al periodista fueron cuestionados. Nadie los acusó de ser parciales o de favorecer al comunicador.
La contraparte prefirió buscar un juzgador a modo o que pudiera sorprender. Lo encontró. Jorge Fermín Rivera, quien en estos tiempos disfruta de los beneficios de su jubilación.
Seguramente lo que menos le inquieta o preocupa es el daño que le ocasionó al periodista y su familia.
El asunto está siendo revisado por ministros y ministras de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia.
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