Se puede preguntar, legítimamente, qué coincidencias hay entre el Movimiento Estudiantil de 1968 y las marchas de la derecha. Una de las varias respuestas es lo que costó pacificar a nuestro país, después de la atroz matanza, perpetrada desde la Presidencia, la Secretaría de Gobernación y el Estado Mayor Presidencial hace .
Recordemos la historia, de la mano de uno de los protagonistas de los hechos de 1968. En el libro del finado Raúl Álvarez Garín, “La estela de Tlatelolco, Una reconstrucción histórica del Movimiento estudiantil de 1968”, Roberto Escudero, también ex dirigente, hizo una recapitulación de lo ocurrido, desde el principio.
Escudero, quien fue representante de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM ante el Consejo Nacional de Huelga (CNH), presentó en este amplio texto un panorama detallado del ambiente festivo que había en México, previo a los XIX Juegos Olímpicos, logro de la gestión del ex presidente Adolfo López Mateos, la cual terminó en 1964.
Hacia los últimos años del sexenio de su sucesor, Gustavo Díaz Ordaz, ocurrió una riña colectiva entre estudiantes de la Preparatoria Isaac Ochoterena, incorporada a la UNAM, y de las Vocacionales 2 y 5 del IPN. Esto sucedió en la Plaza de la Ciudadela, a causa de una intrascendencia, que fue una cascarita de futbol. Trifulcas como esa eran muy comunes en aquellos días, entre estudiantes del IPN y la UNAM. Tales enfrentamientos se veían como “cosas de muchachos”.
La forma en que escalaron los acontecimientos, hasta la serie de manifestaciones que culminaron con la matanza del 2 de octubre sería incomprensible sin mencionar antecedentes como los que enumera Escudero en el prólogo del libro. Sintetiza: “La represión como sustituto de negociaciones políticas, propias de un verdadero Estado democrático, había golpeado a finales de la década de los 50 y principios de los 60, a ferrocarrileros, electricistas, petroleros y maestros, y en 1965 hizo lo propio con el Movimiento de los médicos”.
Únicamente para hablar de uno de los casos de represión mencionados, los dirigentes ferrocarrileros, Demetrio Vallejo y Valentín Campa permanecieron presos durante diez años, además de que hubo miles de despedidos injustificadamente y un número indeterminado de muertos. Esto ocurrió 20 años antes de la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco.
La proliferación de grupos guerrilleros, a partir de entonces, debido al endurecimiento gubernamental, incrementó el número de muertos, puestos por las fuerzas del Estado, los guerrilleros y los mal llamados “daños colaterales”, el eufemismo del que tanto usó, décadas más tarde, Felipe Calderón Hinojosa, al referirse ofensivamente a las víctimas que no tenían que ver ni con un lado ni con el otro. Ese terrible panorama de los años setenta fue una de las más graves consecuencias de la masacre de Tlatelolco. No fueron las muertes de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez las que terminaron con la guerrilla.
En efecto, revertir esta tendencia requirió visión de Estado, la cual aportó la reforma política ideada por Jesús Reyes Heroles, el secretario de Gobernación de José López Portillo, que comenzó a dar frutos hacia la década de los ochenta. Un conflicto de tan grandes dimensiones no se resolvió a balazos, como plantea la derecha, en su visión simplista.
Esa fórmula la usaron los gobiernos del pasado, hasta llegar al exceso reprobable con Gustavo Díaz Ordaz; hasta que llegó la mencionada reforma política, que llevó a Valentín Campa de la cárcel a las boletas electorales, registrado como candidato a la Presidencia de la República, nada menos que por el Partido Comunista Mexicano, en 1976. No ganó, por supuesto, pero hubo una salida política, frente a la violencia que amenazaba incendiar al país.
Poniendo todo ello en perspectiva, y ante las reiteradas acusaciones de la derecha, respecto a la “dictadura” de Andrés Manuel López Obrador y la “polarización” que promueve, cabe preguntar a qué personas o movimientos ha reprimido el gobierno de AMLO, si se pretende comparar aquella situación con la presente, como hizo en el Zócalo capitalino Enrique Krauze, historiador de los conservadores, cuando comparó las manifestaciones que este sector ha realizado durante el presente sexenio, con el movimiento estudiantil de 1968, lo cual es sumamente ofensivo, por decirlo con una delicadeza que contraste con tan zafia declaración.
Llaman la atención varios detalles sobre tan atroz dislate. Uno de los primeros es que Krauze no puede alegar ignorancia; tenía 21 años en 1968 y fue consejero estudiantil por la Facultad de Ingeniería de la UNAM (ya que su carrera original fue Ingeniería Industrial, y posteriormente hizo el doctorado en Historia, en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México). Posiblemente no participó en el movimiento.
Es interesante que el autor de una veintena de libros, cuya primera publicación, en la revista Siempre!, la de don José Pagés Llergo (nada que ver con la encabezada por la señora Beatriz Pagés) versó sobre la matanza del 10 de junio de 1971. Que él diga que hay similitud entre un movimiento como el de 1968 y la autodenominada “marea rosa” y su presunta defensa de la democracia es un desvarío, por decir lo menos.
¿Se puede decir que hay alguna respuesta represiva de AMLO ante las movilizaciones de la derecha? Basta sólo un recuerdo respecto a la matanza de 68: fue planeada, al grado que Luis Echeverría, secretario de Gobernación, contrató al director de cine Servando González, para filmarla el 2 de octubre. Simplemente, no hay punto de comparación.
La tramposa aseveración derechista de que estamos viviendo en medio de la violencia se olvida de que el detonador de este mal fue la mentirosa “guerra contra el narcotráfico” de Felipe Calderón Hinojosa, y que la emprendió, como dejó claro, el juicio a Genaro García Luna en Estados Unidos, en contra de los cárteles contrarios al del Chapo Guzmán.
Los efectos de esta perversa estrategia no se pueden acabar de la noche a la mañana, y es curioso que la derecha no le haya hecho el mismo reclamo a Enrique Peña Nieto.