EL LECHO DE PROCUSTO Por: Abraham García Ibarra
¿Vale la pena dedicar este tema a los timoratos, a los pusilánimes que, monitoreando el twitter para rastrear la nueva expectoración de Donald Trump, encomiendan su alma a la Virgen de Guadalupe? No vale la pena.
En 1847 los mexicanos perdimos la mitad del territorio. Para 2017, los tecnócratas neoliberales han anexado la República a la Unión Americana. ¿Qué más nos puede suceder, salvo que el anaranjado de la Casa Blanca ordene obsequiarnos algunos megatones?
Los zafios del actual grupo dominante, formados en universidades privadas, algunas de éstas católicas, no le tienen ley a Benito Juárez, de suerte que para qué recordarles la restauración de la República.
Los tecnócratas en funciones, a su paso por Harvard, Yale, Stanford o Columbia, prefirieron leer a Milton Friedman en vez de siquiera las solapas de un libro de Irving Louis Horowitz.
Al inscribirse en las universidades gringas, esos especímenes ni por asomo tuvieron la intención de abrir unas páginas de historiadores liberales sobre el origen y la evolución de los Estados Unidos.
Ahí hubieran encontrado algún párrafo en que el general Ulysses Grant califica el ataque y el despojo territorial a México como una de las guerras más perversas que haya acometido el coloso imperial.
Pero Abraham Lincoln lo escribió a James Polk en su momento como representante: Una guerra injusta.
Ahora, sin disparar un solo tiro, los de El destino manifiesto ya tienen escriturado el subsuelo del territorio mexicano para lo que quieran hacer.
Por orden alfabético, Abraham Lincoln (1861-1865), es el primer personaje a recordar. Decreta la abolición de la esclavitud. Los dueños de las plantaciones de once estados del sur (los confederados) se declaran en rebeldía. Desencadenan la guerra civil o de secesión.
Solo para ilustrar esta narrativa diremos que, en determinado momento (1862) Lincoln gira un mensaje a Giusseppe Garibaldi, El hombre de dos mundos, invitándolo a incorporarse a la defensa de “la Unión”. Garibaldi declinó. En otra ocasión, en plena contienda, Lincoln recibe en su despacho a Juan Prim y Prats. Garibaldi es piamontés. Prim es catalán.
Cuando El Vaticano anatemizó la Constitución mexicana de 1857, el papa calificó a los liberales mexicanos como “peor que los piamonteses”. En España, Prim fue acusado por la Corona de querer erigirse como emperador de México.
Cuando la Triple Alianza (Francia, Gran Bretaña y España) tramó la toma de México para derrocar a Juárez, a Prim se le encomendó un cuerpo expedicionario con la misión de aliarse al Ejército francés. La pérdida Albión merodeaba aguas litorales. Sólo excepcionalmente procedió a desembarcos de tropa. Prim abrazó la causa de la República juarista.
En la Ciudad de México, el epicentro de todas las convulsiones políticas y sociales del país, es la sede de la Secretaría de Gobernación. En sus inmediaciones se cruzan las calles que llevan los nombres de Garibaldi y General Prim.
Pero el nombre de Garibaldi no es el del unificador de Italia. Es su nieto: Giusseppe Peppino Garibaldi. Con el mismo espíritu indómito de su abuelo, arribó a México en 1911. Se puso al servicio de la lucha de Francisco I. Madero, quien le dio comandancia en la Legión Extranjera. Combatió particularmente en Chihuahua.
Pero a Garibaldi abuelo reservamos unas líneas: Su alma combatiente lo trajo a América del Sur. En la Legión de Italia se unió a la guerra de independencia contra el imperio luso-brasileño. Lo hizo primero desde Argentina y luego desde Uruguay.
A principios de la década de los cuarenta del siglo XIX, Garibaldi ya estaba en Montevideo, en plena pugna entre unitarios y blancos. Desde Buenos Aires, Juan Manuel Rosas tripulaban a Manuel Oribe.
La presidencia de Uruguay la ejercía por ministerio de ley quien había sido presidente del Senado, Joaquín Suárez. Contra él combatía Oribe.
En su aciago periodo, Suárez se dio tiempo de decretar, después de Miguel Hidalgo en México pero antes que Lincoln en los Estados Unidos, la abolición de la esclavitud. Ahí estaba Garibaldi. De su obra en la península (bota) italiana hay abundante estudios biográficos.
Un dato emblemático, sin embargo, marca la trayectoria guerrera de Garibaldi (también fue diputado): Sus regimientos fueron identificados por sus camisas rojas. “Mil camisas rojas llegaron a liberar Sicilia del yugo de los borbones”.
¿De dónde salió ese destellante uniforme? En Montevideo, Garibaldi quiso distinguir a sus legionarios de los ejércitos regulares. Lo único que se le ocurrió fue secuestrar un embarque de camisas rumbo a Buenos Aires. Iban desinadas a uniformar a los trabajadores de los mataderos, según se conoce en el sur los rastros. Casualmente por eso, se les daba el color rojo.
Con la misma prenda Garibaldi uniformó a sus patriotas italianos que, con el rey Víctor Manuel, unificaron la Italia que hoy dividen las felonías de Silvio Berlusconi y la troika europea.
En estos días, en el Estado de México pululan brigadas de casacas rojas. Pero lo que más ofrecen a las mujeres mexiquenses son salarios rosas. Eso es populismo. Es cuanto.