VOCES OPINIÓN Por: Lic. Mouris Salloum George.
“Culpa es del tiempo, no de España”, solían decir autocomplacientes quienes pretendían justificar los excesos de los conquistadores de América a la luz de los indescriptibles saqueos y del exterminio de los pueblos originarios.
Hoy, no hay tiempo como coartada. El drama de España es interior y recurrente. El pasado domingo, se produjo otra vuelta a la noria: El círculo se cerró en el mismo punto. Las elecciones extraordinarias para formar gobierno no resolvieron la urgente ecuación.
Los publicistas del Partido Popular, sobre todo un exultante Mariano Rajoy, celebraron que la derecha recuperó votación y puestos en el Parlamento a pesar de que los números no le dan para una mayoría que le permita al PP encontrarle por si solo la cuadratura al círculo.
Otra vez, como hace meses, se requiere un acuerdo con la oposición para construir mayoría que designe presidente de gobierno. La camisa de fuerza para Rajoy consiste en que tiene que volver a las negociaciones con el Partido Obrero Español (PSOE) y una imposible aceptación de Podemos para reiniciar la truncada ruta de la estabilización institucional.
El PSOE llega descalabrado porque resintió una sensible baja de su votación; Podemos, aunque mantuvo el número de diputados, no vio satisfechas sus expectativas previas. De todas formas, no recula en su pretensión de participar en una coalición progresista.
Es el signo de la época: Lo mismo si se trata de un régimen parlamentario, como el de Inglaterra que, con el Brexit, ha metido en un trance a la Unión Europea, que si se trata de una monarquía constitucional, como la de España, que no logra relanzar el promisorio Pacto de La Moncloa.
Es que los pueblos, sea cual fuere el nivel y orientación de su cultura democrática, han llegado al límite de su humana tolerancia contra la depredación de la globalización económica, cuyos impulsores se mueven en la lógica de una estrategia de tierra arrasada.
Clinton-Trump, ponerse a rezar
En el umbral de un cambio, nominalmente radical, se encuentra la sociedad norteamericana en la perspectiva de sus elecciones presidenciales en noviembre.
Es preciso acotar el término “nominalmente” radical, porque nadie en su sano juicio ignora que, por encima de los partidos contendientes -el Demócrata y el Republicano- están los poderes fácticos que no están dispuestos a renunciar a su supremacía en la conducción de una nación que se siente ungida por el Destino Manifiesto.
La señora Hillary Clinton se asume depositaria de la continuidad de un régimen que no pasa por sus mejores días con Barack Obama, del que fue operadora de la diplomacia de guerra.
Donald Trump es usufructuario del modelo económico que ha profundizado el abismo de la desigualdad entre 99 por ciento de la población que vive de las migajas que arroja el 1 por ciento que detenta la acumulación del principal y las ganancias que genera el trabajo, acaparadas por los nuevos Cresos.
Frente a esas sombrías expectativas otoñales, a los mexicanos no les queda ni la esperanza siquiera de un milagro guadalupano. En la escena futura, México queda como un chaparral expuesto a la violencia y dirección de los veleidosos tornados.
Ese parece ser también un destino manifiesto, pero sin la presencia de los pares nativos de los anglosajones que detentan el monopolio de la “predestinación”. Qué triste.