VOCES OPINIÓN Por: Lic. Mouris Salloum George.
En una documentada e incisiva investigación político-sociológica, que sustanciaron en su obra La política de la sinrazón, Seymour Martin Lipset (invitado por la comunidad intelectual mexicana en repetidas ocasiones) y Earl Raab, con base en diversos estudios concluyen para la década de los setenta en los Estados Unidos, que se percibe la presencia “de una considerable amargura ante la sociedad y las instituciones norteamericanas entre los menos privilegiados” de la hasta entonces tipificada como sociedad de la abundancia.
Acotan: Sin embargo -cambiando el término amargura-, esa ira no se manifestó en forma radical. Muchos más de los alienados expresaron su preocupación por los asuntos sociales, los delincuentes, hippies, comunistas, homosexuales, etcétera, “que los que ofrecieron respuestas radicales en materia de economía”.
En ese apartado de su libro, los autores citan un ensayo del analista de encuestas, Daniel Yankelovich, quien asegura desde entonces que se estaba en presencia de un nuevo capítulo de la historia del populismo norteamericano.
Explica este tercer investigador que, a diferencia del populismo practicado por las izquierdas políticas que postulan el cambio socioeconómico, el populismo de derechas pretende restaurar; para el caso, el imperio de la moral pública.
Dicho populismo de derechas ataca a “los holgazanes de la beneficencia pública”, etcétera. “Es”, dice Yankelovich, “un angustiado grito de resentimiento de quienes sienten que han trabajado y se han sacrificado sólo para ser correspondidos con explotación…”.
Medio siglo después, aquellas observaciones científicas aplican sobre el actual estado sicológico que sobrecoge a la sociedad estadunidense, en cuyo lomo galopa con evidente éxito el magnate y candidato republicano a la presidencia Donald Trump.
Líderes políticos y medios de comunicación de todo el mundo pretenden exorcizar el espectro de Trump y sus expectativas de triunfo en noviembre, tipificándolo no sólo como peligro para los Estados Unidos, sino como peligro para la humanidad.
“Populistas” sin rostro ni nombre
En la reciente Cumbre de Líderes de América del Norte en Canadá, el primer ministro de este país, Justin Trudeau, y el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, se refirieron con estilo críptico al populismo y, sin clarificar el destinatario de su mensaje, advirtieron sobre sus riesgos. No se pasa por alto, no obstante, el impacto provocado por el llamado brexist versus Unión Europea.
El tercero en escena en ese encuentro, Enrique Peña Nieto hizo coro a esa retórica, acusando a actores políticos, también sin nombrarlos, que asumen posiciones populistas, demagógicas, “con pretensiones de destruir lo construido a lo largo de décadas”.
Obviamente, Peña Nieto, con la vista puesta hacia Europa, aludiría a Adolfo Hitler y Benito Mussolini, pero las cajas de resonancia en México han pretendido adivinar que los dardos eran dirigidos a Andrés Manuel López Obrador.
Trudeau y Obama abordaron sesgadamente en Canadá el ascenso de Trump en las recientes primarias de los partidos Republicano y Demócrata, pero Peña Nieto ha llevado con anterioridad el tema del populismo al seno mismo de la Asamblea General de la ONU.
En la lectura de ese discurso, los exégetas nativos concluyen que populismo deviene fascismo y nazismo.
La cuestión amerita, así sea a vuelo de pájaro, una recapitulación: El Tratado de Versalles, al término de la Primera Guerra Mundial, con sus sanciones dejó agraviadas a Alemania e Italia.
Ese resentimiento se exacerbó en el escenario de las ruinas de la economía de esos países beligerantes. En Italia, el ex socialista Benito Mussolini supo capitalizar el perturbado estado de ánimo de sus compatriotas y colocó el huevo de la serpiente del fascismo.
Una doble acción caracteriza la brutal estrategia de Mussolini: Su implacable ataque al Partido Socialista Italiano y su brazo político-electoral: Periódicos y sindicatos. La clase empresarial, urbana y rural, como después diría El Vaticano, encontró en el Duce “el enviado de la Providencia”.
Impulsa así el italiano lo que más tarde se codificaría como corporativismo, el proceso por el cual el poder económico pacta con el político para constituir del Estado totalitario, modelo adoptado más tarde por Alemania y, en su turno, por Portugal y España.
Nosotros también tenemos nuestra historia
En México -y esto explica el abordaje de espinoso tema-, en los años treinta del siglo pasado, aún antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, la contrarrevolución representada por las incipientes cámaras empresariales y el clero político sonsacaron a círculos religiosos que patrocinaron la Unión Nacional Sinarquista (UNS) -“las milicias del espíritu” las bautizó Salvador Borrego- y las empujaron a la Rebelión Cedillista armada contra el régimen de Cárdenas y la Expropiación Petrolera.
Consta en archivos históricos, que los más radicales mandos de la UNS -subsidiados principalmente por la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex)- mantuvieron contactos epistolares con los líderes de las potencias del Eje: Italia, Alemania, y Japón, y tangencialmente con el franquismo español.
La UNS fue tributaria en la fundación del Partido Acción Nacional (PAN). Cuando este partido reencauzó la lucha político-electoral, aquellas corrientes se agazaparon, pero mantuvieron secretas y activas troneras en la Ciudad de México, Morelia, Puebla, Guadalajara, Querétaro, Durango y León, principalmente. Una facción, la más famosa después, fue conocida como El Yunque.
Particularmente en Puebla, esas facciones vieron con entusiasmo el exitoso golpe de Estado en Brasil, que en 1964 derrocó al gobierno de Joäo Goulart, que pretendía poner sobre rieles Las Reformas de base: Agraria, Tributaria, Administrativa, Bancaria y Educativa.
En la década de los setenta, esos frentes se adueñaron del término populismo, rescatado de la época cardenista y asestado a las administraciones de Luis Echeverría y José López Portillo. Éste, en campaña, había acusado en Puebla a los gremios empresariales de presionar al régimen para la adopción de un sistema corporativo, pie de cría del fascismo.
Desde esa entidad, en 1979 se convocó a un paro nacional de empresarios y patrones contra López Portillo. Los analistas empezaron a hablar de neofascismo.
Lo que en la práctica los presidentes neoliberales, a partir de Salinas de Gortari empezaron a diseñar y ejecutar -la sustitución del corporativismo sindical por uno patronal-, Vicente Fox le puso nombre y apellido: Un régimen de empresarios, por empresarios y para empresarios.
Corporativismo fascista, pues. Populismo de derechas. Recordar nomás, que, contra la candidatura presidencial priista de Salinas, el poder económico opuso la candidatura de Manuel de Jesús Clouthier del Rincón, ex presidente de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) y del Consejo Coordinador Empresarial.
Decía don José Ortega y Gasset que “la palabra es un sacramento de muy delicada administración”. Las lenguas de madera deben cuidarse de hablar sin pedir permiso al cerebro. A la mexicana, el que no quiera ver al diablo, que no salga de noche.