Voces del Periodista Diario

La CDMX pasa por un embarazo de difícil diagnóstico

¿Saldrá por cesárea el producto constitucional en gestación?

EL LECHO DE PROCUSTO Por: Abraham García Ibarra

Hace 31 años, los terremotos que descargaron su furia sobre la Ciudad de México dejaron pasmado al gobierno. En espontáneo auxilio a las víctimas se volcó la sociedad civil: Pueblo solidario de pueblo.

De aquella dolorosa experiencia, de la espontaneidad popular inicial se dio el paso a una formación orgánica de bases de la que surgieron nuevos y constructivos movimientos sociales. Algunos de barrio, otro de colonia hasta lograrse alcances delegacionales y metropolitanos.

Insistimos en la naturaleza espontánea de los individuos, que en un segundo momento se constituyeron en brigadas, y las brigadas decidieron darse el estatuto de asociaciones civiles.

Punto primero: Frente a la inmediatez de la catástrofe, el gobierno quedó paralizado. Punto segundo: Fue hasta que se aproximaban las elecciones generales de 1988 cuando los partidos políticos reaccionaron, haciendo clientelismo entre los nuevos movimientos sociales para fines puramente electorales.

Era, 1985, la puntual oportunidad para que el gobierno federal, detentado por el PRI,  revisara sus relaciones institucionales con el conglomerado “capitalino”.

Eso es, discernir si el régimen constitucional que subordinaba entonces a los ciudadanos del Distrito Federal y de la Ciudad de México era el apropiado no sólo para casos de contingencia, sino para instituir un nuevo modelo de convivencia política y social en la sede de los Poderes de la Unión.

El gobierno federal y su delegación discrecionalmente designada desde Los Pinos en el Departamento del Distrito Federal, no lo hicieron.

Aplicaron demagógicamente su empeño en el montaje de mecánicos rituales de homenaje al heroísmo anónimo del conjunto de hombres, mujeres y niños que salvaron a su prójimo de la tragedia o asistieron a huérfanos y viudas en su luto. Fue esta la misión de los nuevos movimientos sociales.

Semanas después, el propio gobierno federal cantó el himno a sus usurpadas glorias, proclamando autocomplaciente: ¡México está de pie!

La larga marcha en busca de un estatuto constitucional

Al menos desde la década de los cincuenta del siglo XX, ante el clamor de los habitantes del Distrito Federal que solían sentirse, con justa razón, “ciudadanos de segunda”, algunos partidos de oposición plantearon ante el Congreso de la Unión la exigencia de crear el Estado 28 de la República; alguna iniciativa proponía llamarle El Estado de Anáhuac.

La instancia más a modo para legislar en la materia, era el Senado de la República, hasta la fecha controlado por el PRI. Nunca dio trámite a gestión alguna en el sentido exigido.

A fin de cuentas, la representación política ante el Congreso de la Unión de los ciudadanos de la capital la detentaba el PRI y la administración del Distrito Federal era facultad reservada al Jefe del Ejecutivo federal.

Después del cataclismo del 85, como concesión a los partidos que capitalizaron la organización y el dinamismo de los movimientos sociales emergentes, se dieron algunos tímidos y limitados pasos hacia la acreditación de la intermediación política al través de la Asamblea de Representantes del Distrito Federal.

Más tarde se concedería la elección popular del jefe de Gobierno del Distrito Federal restringido, sin embargo, en algunas de sus facultades referidas, básicamente, a la gestión de los órganos de Seguridad Publica.

A regañadientes, finalmente en este sexenio fue atendida la vieja demanda de una Reforma Política para el Distrito Federal, que empezó por identificar a esta entidad con el poco amable logo: CDMX.

Detrás de esa críptica alegoría digital -en la que no se encuentra ni siquiera un gentilicio para los habitantes de la Ciudad-, se diseñó un entramado legaloide que no permite a la Ciudad de México actuar en igualdad de derechos con los estados vecinos que conforman lo que ahora se conoce como Megalópolis, de la que la Ciudad es eje.

Poder Constituyente/ Poder constituido

No faltaba más: La tardía y tarada Reforma mandató la convocatoria a la elección de una Asamblea Constituyente, no Congreso, para definir el régimen jurídico-político de la “nueva” entidad federativa.

Sin girarla de dómines en disciplinas del Derecho tan complejas, nos atrevemos no obstante a aventurar algunas consideraciones doctrinarias retomadas de expertos extranjeros y mexicanos en Teoría del Estado y en Derecho Constitucional.

La primera observación tiene que poner acento en lo que la retórica de la partidocracia mexicana blasona como “régimen democrático”, anclado aún en la llamada “democracia representativa”; lo de la democracia participativa, queda para las calendas griegas.

Y bien: Al hacer la distinción entre Poder Constituyente y Poder Constituido, los padres del Derecho empiezan por recordar que el titular de la soberanía es el pueblo.

Para efectos de este tema, preciso es subrayar lo que la Constitución federal vigente establece: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de gobierno”. (Artículo 39 constitucional.)

Si es el pueblo el titular de la soberanía -volvemos a los especialistas-, suyo es el derecho de construir un Poder Constituyente y un Derecho Constitucional “de libertad y para la libertad”.

Transferir ese derecho a cualquier otra instancia política, puede permitir a lo sumo diseñar una estructura constitucional, no un Derecho Constitucional.

Poder Constituyente, abundamos en la teoría, sólo puede y debe ser del pueblo. Lo dice un sabio del Derecho: El Derecho Constitucional es la más elevada de las funciones del Estado; “una función que es más del pueblo, que de un  cuerpo electoral”.

Una última consideración, al menos para esta entrega: Un Poder Constituyente produce la Constitución que norma a las fuerzas políticas en pugna de acuerdo con un nuevo equilibrio que deriva “del cambio de valores”. Por valores se entiende los que se originan y se sustentan en las ideas.

¿Por qué no una Constitución ideológica?

De lo anterior -colegimos nosotros desde nuestra humilde condición de neófitos-, resulta que una Constitución es o debe ser, sobre todo,  una Declaración de Principios.

Si la muy cacareada transición democrática mexicana representa “un cambio de valores”; es decir, de ideas, ¿por qué aparecen por ahí algunos, entre ellos legisladores federales actuales, que salen con la cantaleta de que la Constitución de la Ciudad de México no debe ser ideológica?

Para decirlo pronto: Algunos gobiernos de los estados ya están acompañando su publicidad con la leyenda que alude al centenario de la convocatoria al Congreso Constituyente de 1917. El gobierno federal mismo hace aprestos para la celebración del Primer Centenario de la Promulgación de la Constitución del 17, el año próximo.

Producto de la Revolución, es la Constitución de 1917. ¿No fue ésta, primordialmente, un compendio de las nuevas ideas, valores, principios políticos generados y defendidos en el fragor de la lucha armada y en el propio Constituyente de Querétaro?

Esa Constitución es codificada por tratadistas extranjeros como la Primera Constitucional Social del siglo XX. Su principal aportación a la doctrina constitucional, son los Derechos Sociales.

Don Jesús Reyes Heroles, de cuya autoridad intelectual y jurídica pocos dudan, describió el hacer constitucional revolucionario como la consagración del Estado Social de Derecho.

La Nación, para algunos, el Estado para otros, es el Derecho. El Derecho que obliga, de entrada al gobierno.

Suplantación y usurpación de la voluntad popular

Volvamos a lo dicho párrafos antes, en el condensado del artículo 39 de nuestra Constitución: El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno.

El Poder Constituyente, repetimos lo escrito antes, “es función más del pueblo, que de un cuerpo electoral”.

El procedimiento y la intencionalidad de la convocatoria a la Constituyente de la Ciudad de México, pasaron por alto las prescripciones doctrinarias que para ese efecto impone el supuesto de un régimen democrático.

Sobre los derechos políticos de los ciudadanos de la CDMX se impuso “la ley del hierro de la oligarquía”.

De 100 diputados constituyentes, la maliciosa Reforma Política del Distrito Federal reservó, por nombramiento, casi la mitad a los Poderes Ejecutivo federal y de la CDMX, y a las coordinaciones de las Cámaras del Congreso federal.

Desde las elecciones de 2015 y en las 2016 en el DF-CDMX, al PRI, si bien le ha ido, el electorado lo refundió en el cuarto sitio entre los partidos contendientes.

Por artes de birlibirloque, ahora resulta que al formarse los grupos partidistas en la instalación de la Asamblea Constituyente, el PRI se agandalla 21 curules; el PRD, se queda con 29; el PAN, tercera fuerza electoral en  la demarcación, 15.

En las elecciones de diputados constituyentes, al Partido del Movimiento Regeneración Nacional (Morena) se le reconoció la más alta votación entre las fuerzas políticas beligerantes: 36.66 por ciento. Sin embargo, sólo se le acreditaron 22 curules. Sus adversarios se quedan con 78.

En  la perversa operación previamente maquinada en las cámaras legislativas federales, quedó al desnudo el propósito de violentar la voluntad popular. Precautoriamente, se pusieron el guarache antes de espinarse.

De esa operación deriva que, desde la misma designación de la Comisión Instaladora de la Asamblea, la presidencia se le otorgó al PRI. Obviamente, la formación de las comisiones de dictamen seguirá la misma ruta.

Típico de esa forma de hacer política: El primer proyecto de texto constitucional, se le entregó a un burócrata, sin mandato electoral, por supuesto, de la Cámara de Diputados federal.

¿Quién tendrá la paternidad del engendro?

A ese respecto, hay que apuntar que ese texto fue encomendado por el jefe de Gobierno de la CDMX a una comisión redactora de su elección.

Pero es ya del dominio público que los diputados constituyentes del PRI y sus aliados esperan la línea de Los Pinos, en cuyo caso se sabe que un texto alterno está siendo redactado en la Consejería Jurídica de la Presidencia de la República.

A reserva de darle una segunda lectura a la proposición del jefe de Gobierno de la CDMX, por hoy anticipamos una advertencia: Desde que la Suprema Corte de Justicia de la Nación fue elevada al rango de Tribunal Constitucional, toca a esta instancia jurisdiccional resolver sobre acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales.

Con esa facultad, sin remitirnos a los casos litigados con anterioridad, en 2016 la Corte Suprema ha revocado actos de las legislaturas de los estados -reformas constitucionales o leyes secundarias-  por contravenir mandatos de la Constitución federal o jurisprudencias sobre convencionalidad.

Para ilustrar nuestro optimismo, basta con decir que la Asamblea Constituyente de la CDMX nace sometida a una camisa de fuerza. Suele ocurrir que a las embarazadas complicadas, los cirujanos las hacen parir con operación cesárea. Suena feo el símil, pero es real. Es cuanto.

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