Feliciano Hernández*
Es una gran tomadura de pelo decir que México es un pueblo feliz, por lo menos es una afirmación inexacta. El presidente López Obrador NO ha sido el primero en pronunciar tal barbaridad. Pero, cuidado, recurrir a ese falaz argumento ha sido la puerta de escape de gobernantes fallidos y autócratas, siempre y en todo el mundo. Todavía no es su caso, por eso debiera alejarse de ese recurso tramposo que otros han usado para sostenerse arriba en las encuestas de aprobación. No le hace falta y se ve peor cuando lo multiplica por tres: “feliz, feliz, feliz”, dicho en tono defensivo ante las críticas de sus opositores.
CD. DE MÉXICO.-Es una pena que siendo un político inteligente y con alta sensibilidad social, AMLO haya comprado esa tesis mentirosa de manipuladores profesionales, “neoliberales”, apoyándose en una encuesta del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) hecha a imagen y semejanza del viejo régimen “prianista”, pero pareciera que la urgencia justificatoria ante los que no le prodigan aplausos lo empujó hacia tan cuestionable explicación.
Sin pretender responsabilizar al presidente sobre la seriedad de las mediciones del NEGI, hay que recordar que no sería la primera vez que el Instituto se adapta al pedido de sus clientes sexenales, como lo hizo durante décadas con los tricolores y blanquiazules, al medir el DESEMPLEO, la POBREZA, la INFLACION y el crecimiento demográfico del país, en los que “maquillaba” los resultados.
El denominador común en aquellas mediciones ESTRATEGICAS era la falta de rigor metodológico o en todo caso el empleo de variables CONVENIENTES al régimen caduco para OCULTAR la gravedad de esos indicadores de bienestar y por lo tanto reveladores del nivel de inFELICIDAD del pueblo mexicano.
Cabe RECORDAR que el grado de desconfianza en las viejas mediciones del INEGI, en los peores años del cogobierno PRI-PAN llegó a tal nivel que fue precisamente lo que motivó que el Congreso le otorgara AUTONOMIA, puesto que era una dependencia del Ejecutivo federal.
El 16 de abril del 2008 se promulgó la Ley del Sistema Nacional de Información Estadística y Geográfica para darle autonomía, con lo cual se pretendió que ese organismo pudiera “suministrarle a la sociedad “información de calidad, pertinente, veraz y oportuna” con la finalidad de que coadyuvara al desarrollo nacional, bajo los principios de “accesibilidad, transparencia, objetividad e independencia”.
Fue entonces cuando, en efecto, el INEGI mejoró sus procedimientos para poder entregar mediciones más confiables, aunque NO plenamente “científicas”, como debiera.
COMO DATOrelevante, cabe señalar que las máximas autoridades del organismo son designados por el presidente de la república, con la ratificación del Senado. (Se rige por una Junta de Gobierno, integrada por un presidente y cuatro vicepresidentes -el colmo del burocratismo-, superbién pagados por el viejo régimen, y hoy amparados para conservar mientras puedan sus altos sueldos y privilegios –al menos el doble de los de AMLO-).
A pesar de sus avances, el INEGI sigue entregando a México mediciones que NO cuadran con la realidad, ya no se diga en lo de la broma de la felicidad del pueblo mexicano sino en indicadores tan relevantes como el DESEMPLEO y la POBREZA en donde se aprecia con claridad que sus métodos y enfoques carecen del rigor que tienen los europeos, por lo cual -desde hace lustros y todavía- México aparece con un bajo porcentaje de DESEMPLEADOS, alrededor del 4.5% de la Población Económicamente Activa (PEA), cuando en las democracias serias y en economías desarrolladas, ese porcentaje ha llegado a rebasar el 10%; y esa maniobra tecnocrática queda exhibida cuando se cruzan los datos: desde hace muchos años México registra un 60% de trabajadores de la PEA en la informalidad, es decir, formalmente desempleados.
Por supuesto que con esas mediciones, de desempleo y pobreza, y luego con el de la felicidad, el INEGI, hacía un gran favor el régimen corrupto del PRIAN.
López obrador debiera revisar “sus otros datos”, pero ya se ha visto que el presidente adolece de objetividad e igual que sus antecesores tiende a usar los números que le son favorables. Y por supuesto que afirmar que México es un pueblo “feliz, feliz, feliz” le da soporte contra sus críticos. Nada más engañoso.
El espejismo sobrevive
COMO ES SABIDO entre los expertos, toda encuesta puede inclinar sus resultados al gusto del cliente, adecuándose a varios factores como el simple hecho de seleccionar las preguntas a modo, la población objetivo y el “momento”. (Quisiéramos ver que el INEGI hubiera medido el “nivel de felicidad” de los mexicanos en esa ocasión en que el equipo de futbol azteca denominado “selección nacional” fue goleado 7 a 0 por un equipo de Chile; habríamos conocido posiblemente al pueblo más frustrado del planeta).
Ese organismo especializado en mediciones sobre asuntos de interés nacional, que consume un alto presupuesto, debería tomar en cuenta en próximas encuestas que los mexicanos tienden a MENTIR cuando de expresar sus sentimientos se trata, ante propios y ajenos, como parte de la idiosincrasia nacional.
Por tradición familiar, por principios religiosos y por conveniencias personales se ha enseñado a los mexicanos a OCULTAR su realidad cuando son cuestionados por autoridades; de hecho, ante la simple pregunta sobre su estado anímico, tienden a ser positivos ante todo, optimistas, a no quejarse de la situación personal adversa “para no atraer la mala vibra”; porque -para cualquiera- afirmar que no es feliz es el equivalente de admitir el fracaso ante la vida y nadie quiere aceptarse y menos mostrarse DERROTADO o como un PERDEDOR; y es ahí donde el mexicano sabe que por aceptación social –por sobrevivencia- tiene que gritar a los cuatro vientos que “con dinero y sin dinero, sigue siendo el rey”, como dice la famosa canción de José Alfredo Jiménez, (posiblemente en disputa con otras entonaciones por la categoría de tercer Himno Nacional, pero eso ya queda al gusto de cada quien).
Gran parte de la música mexicana “ranchera” revela con claridad esa idiosincrasia nacional que oculta una cruda realidad. Aquí reproducimos unos párrafos de la famosa pieza musical El rey que han interpretado muchos de los cantantes más famosos y que -como el tequila- no falta en la mayoría de celebraciones caseras:
“Una piedra en el camino me enseñó que mi destino era rodar y rodar, después me dijo un arriero que no hay que llegar primero, sino hay que saber llegar… Con dinero y sin dinero hago siempre lo que quiero y mi palabra es la ley…No tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey”.
Esos párrafos aparentemente expresan felicidad, pero con un trasfondo de innegable frustración. Y como esa, hay cientos o miles que en varios ritmos y entonaciones retratan las angustias de los mexicanos.
Sobre esta realidad infeliz “oculta” del mexicano, el escritor Octavio Paz, Premio Nobel, dio hace más de medio siglo un memorable avance en su obra cumbre El laberinto de la soledad, donde analizó los ancestrales conflictos psicológicos no resueltos de la sociedad mexicana. Es muy probable que los científicos tecnócratas del INEGI la desconozcan.
Sobre estas reflexiones hay que admitir que la voz cantante la deben llevar los sociólogos, los psicólogos sociales y los historiadores. Asombra que las voces independientes brillen por su ausencia en este punto nada menor del estado anímico permanente y del alma que mueven a los mexicanos.
El estado de felicidad de un pueblo NO es un asunto menor porque el grado de aceptación o conformismo ante un sistema político ha sido el recurso de muchos gobernantes a lo largo de la historia para perpetuarse en los cargos públicos; por lo cual muchos hombres y mujeres en posiciones de poder desde caciques locales o regionales hasta gobernadores, presidentes, reyes o sus equivalentes en otras culturas, se empeñaron por aparentar la felicidad de sus gobernados y súbditos.
La realidad contradice al presidente
SI FUERA EL CASO, antes los graves problemas que atraviesa México la supuesta manifestación de felicidad de sus habitantes sería una expresión de cinismo, como lo predijo el presidente López Portillo, “Lo peor que le puede pasar a México es convertirse en un país de cínicos”, según lo advirtió en su segundo informe de Gobierno en septiembre de 1978, acosado por los problemas de su tiempo.
Al margen de la premonición de aquel polémico López, en el país y en la era de la denominada Cuarta Transformación (4T), los hechos CONTRADICEN brutalmente al también polémico López contemporáneo y a los predicadores del bienestar, que no es solamente el presidente con su diagnóstico “feliz, feliz, feliz” o del “vamos requetebién” sino de toda una legión que desde púlpitos, tribunas mediáticas o plazas públicas y desde el INEGI han pregonado la falacia de la felicidad.
Además de cínica, la sociedad mexicana tendría que ser masoquista para mantenerse feliz, feliz, feliz, ante sus cuatro jinetes apocalípticos: INSEGURIDAD, DESEMPLEO, POBREZA y DISCORDIA.
El INEGI tendría que preguntar a los padres de los 43 de Ayotzinapa si son felices; también a los familiares de los 40 mil desaparecidos; y a los de los miles de feminicidios en todo el país; sin olvidar a las miles de mujeres víctimas de violación y cuyos atacantes permanecen IMPUNES; también el INEGI debería preguntar a los 2.5 millones de desempleados que tan felices se sienten; incluyendo a los 11 millones de personas que sobreviven en pobreza extrema; es probable que los deudos, huérfanos de los más de 300 mil ejecutados de los últimos tres sexenios quieran expresar su alto nivel de “felicidad”, si son contemplados por el INEGI.
Este organismo autónomo seguramente podría obtener respuesta afirmativa en su encuesta de FELICIDAD entre las MILLONES de víctimas de secuestros, extorciones, robo a mano armada, asalto, despojos, fraudes, violencia intrafamiliar creciente.
Que el INEGI no olvide en su encuesta a los 250 mil jóvenes RECHAZADOS cada año de las principales universidades públicas, y a los 7.5 millones de quienes no estudian ni trabajan, popularmente denominados “Ninis”; que no olvide encuestar a los MILLONES de familiares de indocumentados que tuvieron que abandonar el país por presiones económicas.
Que el INEGI cuestione a los especialistas sobre el muy alto y creciente consumo de psicotrópicos clínicos y de drogas permitidas y prohibidas a los que mucha gente recurre para calmar sus angustias, y por supuesto que obtendrá más números para su encuesta de felicidad.
En esto de evadir las frustraciones caben también las aficiones tradicionales como el futbol, las telenovelas y la religiosidad, y ahora habría que añadir la adicción a las redes sociales y entretenimientos peligrosos como la ludopatía, que en México se refleja en el alto y creciente número de casinos.
Que el INEGI pregunte a los familiares de periodistas asesinados y desempleados qué tan felices están porque el presidente NO quiere ejercer el presupuesto destinado a comunicación social o lo hace selectivamente, al viejo estilo.
Por supuesto que el organismo encuestador tendria que preguntar qué tan felices se sienten a los USUARIOS del INFAME TRANSPORTE PUBLICO (metro, microbuses, taxis), pésimo por CARO, INSEGURO y salvajemente INCOMODO, con sus tocamientos morbosos, sus carteristas y vendedores ambulantes latosos, además de los pedigüeños, etc.
Y que se hagan las encuestas en los inseguros y atiborrados tianguis y calles invadidas por el comercio ambulante, en estaciones de transporte y en avenidas principales donde los peatones tienen que caminar sobre las áreas de rodamiento frente a las banquetas invadidas. Ahí el instituto encuestador registrará muchos puntos a favor de su encuesta sobre la “felicidad”.
A otros con esa mala broma de pueblo feliz…Ni la burla perdonan los del INEGI y AMLO.
Los verdaderamente felices
POR SUPUESTO que un cierto público resuelve su vida razonablemente con un estable nivel de felicidad y conformismo, alejado de pugnas ideológicas y políticas; y también otro porcentaje seguramente sobresale en su nivel de bienestar, éste ubicado más en la burocracia federal, estatal y municipal –porque tiene asegurado sueldo, prestaciones y JUBILACIONES-.
Y no se trata precisamente de la gente rica o acomodada sino de personas bien adaptadas al sistema del PRIAN, el de “los que tienen más saliva, comen más pinole”, el de la corrupción, pues, quienes asumen que vinieron a esta vida a tratar de pasarla bien y punto.
Y sobre el peso de la religión en el estado anímico de la gente hay al menos dos grupos: los sufridos, que con regularidad acuden infructuosamente a dejar sus limosnas en espera de ser recompensados en la tierra con la divina generosidad; y los que al recibir la hostia y la bendición semanal reciben una cierta descarga de paz y armonía y se van contentos.
En la receta para la felicidad no hay que olvidar algunos preceptos religiosos formadores de la idiosincrasia mexicana -marcada por el conformismo y por el ánimo de pasarla bien a pesar de las carencias o problemas del día-: “Los últimos en la tierra serán los primeros en el cielo”; “Más fácil será que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre al paraíso celestial”.
Sea lo que fuere respecto de los verdaderos sentimientos de los mexicanos, eso es lo que precisamente tienen que dilucidar el INEGI y otras instituciones académicas nacionales, pero con estudios serios, sin inclinaciones ideológicas ni políticas, como ha ocurrido.
Lo que tendría que probarse con estudios irreprochables es que los mexicanos no son cínicos ni masoquistas; son y han sido un pueblo defraudado, despojado; ciertamente con un grado importante de conformismo, no tanto por valemadrismo sino por impotencia para cambiar su sistema.
Ante el inicio de un nuevo gobierno, que sin duda se sostiene en esperanzas de un cambio verdadero, el presidente López Obrador insiste en afirmar que es diferente, que es impulsor de una “Cuarta Transformación”, y la equipara con los grandes movimientos sociales de la historia nacional.
En esta coyuntura cobra importancia la medición del nivel de felicidad, para que el presidente disponga de un indicador confiable sobre su desempeño, pero con estudios irreprochables académicamente hablando.
No sólo el voto en las urnas –históricamente comprado con dádivas u obtenido por coacción- sino el indicador de felicidad popular debieran contar para la continuidad de un gobernante, de un partido y de un régimen.