Voces del Periodista Diario

Desigualdad, injusticia climática-ambiental y transformación urbana

Ciudad de México (Diciembre 2020) Gian Carlo Delgado Ramos.- En contraste con el ámbito rural, la vida urbana supone el acceso a mejores empleos, servicios públicos, educación y cultura; sin embargo, a estas ventajas y oportunidades no acceden todas las personas por igual. Esto es especialmente cierto en los países donde se advierten altos índices de pobreza, inseguridad, hacinamiento y acceso limitado a servicios básicos de calidad. Tales desigualdades no sólo se expresan hacia adentro de cada ciudad, sino también entre unas ciudades y otras, lo cual se ha acrecentado como parte de una enérgica competencia neoliberal que busca atraer mayores flujos de capital. Esto último se ha traducido en un intenso proceso de branding y marketing de las ciudades que tiende a ocultar las desigualdades que ésas encarnan para, en cambio, visibilizar las oportunidades de negocios que derivan de su carácter “moderno” y “globalizado”.

En consecuencia, conforme las ciudades se consolidan como polos de crecimiento económico, se apuntala cada vez más una urbanización planetaria intrínsecamente desigual. Vemos así ciudades o fracciones de éstas que, por un lado, alojan economías potentes, con edificaciones, infraestructura y servicios de relativa calidad, y por el otro, aquellas que siguen creciendo en medio de la pobreza, el hacinamiento, la informalidad y la violencia estructural, usualmente con escasa o ninguna planeación y con capacidades limitadas para hacerlo.

Lo dicho es relevante ante la esperada agudización del cambio climático y la degradación ambiental, como del esperado avance del espacio urbanizado, contexto en el que la Zona Metropolitana del Valle de México (ZMVM) es y seguirá siendo importante.

Retos climático-ambientales en una desigual ZMVM

Con poco más de 20.8 millones de habitantes, la ZMVM se extiende a lo largo de 7?585 km2. Concentra el 17?% de la población y produce el 25?% de la riqueza del país, lo que se traduce en una importante aglomeración de vivienda, infraestructura y actividades económicas (esencialmente de servicios y comercio). A pesar de tratarse de una región habitada desde hace siglos, su urbanización expansiva se verifica básicamente a partir de la segunda mitad del siglo XX: de 1950 a 1970 la ZMVM duplicó su espacio construido, logrando a su vez triplicarlo para el año 2000. En el mismo periodo, el parque vehicular aumentó diez y cinco veces, respectivamente, generando diversos problemas de movilidad.

El reto es tal que, según el índice TomTom, la CDMX y su zona metropolitana se colocaron en 2016 como el peor asentamiento del mundo en materia de movilidad, aunque cabe advertir que en 2018 se pasó a la posición número nueve, ello pese a que los tiempos promedio de traslado prácticamente no cambiaron, una situación que devela que ese “mejor” posicionamiento respondió al recrudecimiento de la situación en otras ciudades como Bogotá y Lima que han escalado en el mencionado índice. No debe sorprender entonces que, a pesar de las medidas tomadas en materia de calidad del aire, la CDMX y su zona metropolitana se ubicaran, en 2019, en la posición 40 a nivel mundial por su mala calidad del aire, según lo reportó IQAir.

La importancia de la movilidad urbana radica en que, cuando se centra en el automóvil privado, precisa de un alto consumo de suelo, induciendo una mayor dispersión del espacio construido, situación que conlleva a un incremento en el consumo de energía y del tiempo destinado al transporte, así como de las emisiones contaminantes que, a su vez, tienen importantes impactos en la salud.

La producción desigual del espacio no sólo se traduce en la mencionada dispersión urbana, o en la concentración disímil de la población (casi la mitad reside en sólo 10 alcaldías o municipios centrales), también se verifica en una marcada desigualdad económica. Según la OCDE, un habitante de los municipios del Estado de México que conforman la ZMVM genera una riqueza económica 3.7 veces menor que la que produce un residente de la CDMX. La incidencia de la pobreza, en consecuencia, alcanza el 73?% de la población de los municipios conurbados del Estado de México, una cifra que contrasta con la que se observa en la CDMX donde, según EVALUA, ésa es de 51.1?%.

Los múltiples retos climático-ambientales a los que se enfrenta la ZMVM en un contexto de desigualdad no pueden más que traducirse en impactos asimétricos, tanto espacial como subjetivamente. Ello es observable en términos de los impactos que derivan de la sobrexplotación de los acuíferos y la escasez de agua, la mala calidad del aire y sus afectaciones a la salud, la expulsión de grandes flujos de aguas residuales que no se tratan adecuadamente, la generación masiva de residuos sólidos que persistentemente terminan en cuerpos de agua, barrancas o espacios de valor ambiental, entre otros ejemplos; todo en un contexto en el que es notorio que el grueso de usos indeseables del suelo y de afectaciones se localizan en los municipios conurbados, sobre todo en aquellos donde el grado de marginación es mayor.

De la ecología política urbana en la ZMVM

La cuestión climática-ambiental no es un asunto menor y lo que se haga en las ciudades será crucial para habilitar formas de vida más sustentables, de bajo carbono, incluyentes y justas. En tal tenor, el enfoque propio de la ecología política urbana (EPU) toma un papel clave para habilitar aproximaciones políticamente situadas que permitan dar cuenta, no sólo de los síntomas, sino sobre todo de las causas que están detrás de las injusticias y las desigualdades socioecológicas imperantes y que caracterizan la vida en la ZMVM, tal y como se pueden observar en los mapas 1 a 6.

Así, y ante la necesidad de diseñar relaciones socio-naturales alternativas, más justas, pero que también permitan hacer frente a un proceso de urbanización creciente en un contexto de cambio ambiental y climático, las miradas y prácticas novedosas y territorialmente localizadas son cada vez más importantes para replantear la forma en la que hasta ahora se han planeado, diseñado, construido y gestionado las ciudades. Me refiero pues a las prácticas que buscan redefinir la producción del espacio urbano y los encadenamientos temporales que se generan con cada cambio de uso del suelo, cada edificación e infraestructura que se emplaza, así como con cada dinámica socioeconómica que estimula “conexiones” diversas. En ese sentido, no debe olvidarse que las ciudades, y consecuentemente todo intento de transformación urbana, se inserta, es impactado, e influye en dinámicas subnacionales, nacionales y globales. De ahí que la acción local necesariamente deba visualizarse de cara a otras escalas, sea para generar sinergias o colaboraciones que genuinamente promuevan un cambio de paradigma para avanzar hacia espacios urbanos para la buena vida y que, entre otras cuestiones, requieren reinventar la economía política del lugar, reposicionando el papel de las economías locales y regionales de carácter cooperativo, solidario y culturalmente situado.

Una transformación urbana de tal naturaleza, sin duda conlleva tensiones importantes, esencialmente con las dinámicas y tiempos tanto políticos, como de la economía de libre mercado. Y es que, mientras la sustentabilidad urbana se perfila como una agenda de largo plazo, los tiempos económicos tienden a ser de corto plazo, contexto en el que las lógicas de la política imperante suelen limitar la continuidad de cualquier agenda de acción de mediano y largo plazo. Por ello, para una transformación urbana exitosa, medida en términos de sustentabilidad en general y de la calidad de vida en particular, el empuje de una gobernanza urbana participativa no sólo es crucial, sino necesario.

En ese sentido la construcción de capacidades es obligada, particularmente a escala local. Lo mismo aplica en torno al fortalecimiento de la formación y educación climática-ambiental, ello comenzando por el propio ámbito institucional donde, hoy por hoy, se observan limitaciones, tal y como lo devela el Índice de Capacidades Institucionales Climáticas-Ambientales Locales (ICI-CLIMA) y que, entre otras cuestiones, permite advertir que los grados de vulnerabilidad climática oficialmente reconocidos para cada demarcación de la ZMVM, no coinciden con las capacidades institucionales existentes como puede apreciarse en los mapas 7 y 8.

Llama por tanto la atención, aunque no sorprende, que los municipios con mejores capacidades institucionales verifiquen los patrones de consumo más elevados; relación que es inversa para el caso de los municipios con menores capacidades institucionales. Lo dicho confirma la tensión existente entre ingreso y consumo, por un lado, e impactos ambientales, por el otro. De igual modo denota que la población que más contribuye con la degradación ambiental y el cambio climático es la que se encuentra mejor preparada, dejando a los que menos contribuyen en una situación particularmente desventajosa.

Así entonces, una política climática-ambiental coherente habrá de responder a la compleja, desigual y contradictoria situación, ello no sólo desde una política de gobierno, sino desde una política pública que permanente incentive, como ya se dijo, procesos de consenso participativos e incluyentes. De no hacerlo, y ante la agudización de los impactos climático-ambientales, la sociedad seguramente presionará o, aún más, buscará conformar espacios urbanos de la esperanza, resultantes de la implementación de acciones emanadas de su propia organización y necesidades. Procesos de tal naturaleza se advierten ya en la ZMVM, aunque con diversos grados de incidencia: desde los que dan seguimiento y se oponen a la especulación urbana, pasando por los que exigen mejores servicios públicos o más y mejores espacios verdes, hasta aquellos que en la práctica buscan resolver necesidades concretas, dígase de mejoramiento barrial, de vivienda o incluso de generación de (auto)empleo —por ejemplo, en cuestiones relacionadas a la recuperación de materiales valorizables o a la producción y comercialización local de alimentos frescos.

Consideraciones finales

En la construcción de ciudades más sustentables, incluyentes y justas, el papel de los tres ordenes de gobierno, del sector privado, así como el de los expertos es importante, pero no único. Hay también que considerar a la gente que las habita. Y si bien para algunos la participación social debe acotarse, para otros no sólo es relevante para un buen acercamiento a la “realidad”, sino que además lo es para garantizar resultados exitosos ya que la gente supervisa, cuestiona, reformula y da seguimiento al quehacer de los tomadores de decisiones, expertos y demás actores clave en la producción y gestión del espacio urbano. Esto último es importante puesto que no existen soluciones únicas sino múltiples realidades, prioridades e imaginarios posibles.

En todo caso, lo que sin duda es indeseable es la falta de acción.

VP/Nexos/Metropolitanas.

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